martes, 16 de agosto de 2016

MAIGRET Y EL AMBIENTE


Para la celebración del gozo de la relectura en esta segunda quincena del mes de agosto, tan imprescindible para tener luego el privilegio de pillar con el pie cambiado el retorno del estrés de la cosa política, mi hija me ha traído de París un “omnibus” (¿cómo lo llamaríamos aquí, un “compacto”?) con once novelas “esenciales” de Maigret, que abarcan toda su trayectoria literaria: la primera, Le charretier de la Providence, se publicó en 1931, y la oncena, Maigret et Monsieur Charles, en 1972. La única novedad respecto de ellas es que ahora las leeré en francés.
Hace unos años me inventé una clasificación sui generis de las novelas de crímenes: las hay de derechas, cuando la investigación repara la distorsión provocada por el delito en un entorno inocente y apacible (abundan los ejemplos en la bibliografía de las dos grandes damas inglesas del crimen, Agatha Christie y P.D. James), y de izquierdas, cuando el delito es el afloramiento a la superficie de una realidad encenagada y podrida, de la que todos los personajes, salvo tal vez el investigador, son corresponsables y cómplices (Hammett, Sjöwall y Waloo). Al leer mi propuesta de clasificación, José Luis López Bulla me mandó un mail breve e inquisitivo: «En qué bando colocas a Simenon?»
En ninguno de los dos, claro. Simenon fue inclasificable, y Maigret, a ritmo de dos entregas al año en sus mejores tiempos, es sobre todo el testigo fiel de una sociedad en proceso de cambio. El personaje ofrece, desde sus inicios, un patrón inmutable. En 1930, en sus inicios, es un policía grandón y macizo, próximo a la cincuentena, de extracción rural pero muy capaz de desenvolverse en otros escenarios, que fuma en pipa y bebe vasitos de vino blanco en verano y grogs calientes en invierno. Sus auxiliares se llaman Lucas, Torrence y Janvier. Tiene su despacho en el quai des Orfèvres, y cuando un interrogatorio se va a prolongar en horas nocturnas, se hace subir de la Brasserie Dauphine sándwiches y cañas de cerveza.
En 1970, cuarenta años después, tiene aún la misma edad, las mismas costumbres, los mismos auxiliares. En algún episodio aparece en su retiro de Meung-sur-Loire, siempre al lado de Mme Maigret que cocina para él a fuego lento los guisos suculentos que tanto agradece su recio estómago campesino. Es todo lo que llegamos a saber de su futuro. La sociedad francesa ha cambiado a su alrededor, y él se limita a registrar el calado de esos cambios y a hacer cumplir las leyes con todos los matices incluidos de la comprensión profunda del prójimo y de la compasión.
Maigret no se distingue por su inteligencia, ni se enfrenta a superasesinos sofisticados que bordean la perfección en la proposición de un misterio imposible de resolver. En el escenario del crimen no se dedica a recoger pistas infinitesimales, briznas de hierba pisada, colillas de cigarrillos turcos o residuos de barro seco en un lugar donde no llovió en tres semanas; se comporta como una esponja que absorbe el ambiente, la rutina del trabajo, el ir y venir laborioso de las personas insignificantes que están ahí tanto si llueve como si hace sol. He aquí su método, explicado en una de sus primerísimas apariciones: «Se preguntaban qué idea tenía, y en realidad no tenía ninguna. Ni siquiera intentaba descubrir un indicio propiamente dicho, sino más bien impregnarse del ambiente, captar aquella vida del canal tan diferente de la que él conocía.» (Le charretier de la Providence).
Simenon llamaba “semiliteratura” a las novelas del comisario. Sus mayores esfuerzos literarios los dedicó a otros retos, pero el público solo fue fiel a las novelas “de género” protagonizadas por Maigret (setenta y cinco en total, más 28 historias cortas), manufacturadas con una facilidad y rapidez increíbles, basadas siempre en la misma “plantilla” y escritas con pocas dudas, casi sin tachaduras, en jornadas en las que él mismo, a imitación de su personaje, se dejaba impregnar por un ambiente, por unas gentes anónimas, por el ir y venir de la vida, y nos dejaba así el registro fiel de una época cambiante.