Los japoneses
tienen una palabra que expresa la muerte por exceso de trabajo: “karoshi”. En
un artículo del Washington Post de
ayer, Anna Fifield perfila el concepto: el problema comenzó en los años setenta,
cuando los salarios eran tan bajos que muchas personas intentaban
complementarlos en horas libres con otras fuentes de ingresos. Continuó en una
sociedad orgullosa de su productividad, cuando Japón se alzó como la segunda
economía del mundo, en los años ochenta. Y ha subsistido después de que la
burbuja reventara, porque ahora quienes aflojan en el esfuerzo laboral corren serio
peligro de encontrarse en la calle, sin un empleo que en Japón posee una fijeza
muy superior a la de los países industrializados de occidente, pero también
muchas más obligaciones concomitantes.
Los infartos se han
multiplicado, y ahora afectan de forma significativa tanto a varones como a
mujeres de treinta y pocos años, que nunca antes habían sido caracterizados
como grupos de riesgo. También se han multiplicado los suicidios. Cuando se puede
probar que la causa de la muerte ha tenido relación directa e inmediata con el “karoshi”,
los familiares de la víctima reciben una indemnización del Estado. El año
pasado hubo 189 indemnizaciones por esta causa, sobre un total de 2310
expedientes incoados a petición de las familias. Los expertos sostienen que las
cifras reales de muertes por exceso de trabajo son muy superiores.
Un caso particular
que relata Fifield en su artículo es el de Kiyotaka Serizawa, un joven que
trabajaba como supervisor de una empresa de limpieza de edificios, en tres
localidades distintas del área de Tokyo. Su trabajo le absorbía unas 90 horas
semanales, lo que equivale a 12 diarias en 7 días, sin descanso semanal. Solía
dormir en su coche, comer durante sus desplazamientos de uno a otro lugar de
trabajo, y pasaba esporádicamente por casa de sus padres para que se hicieran cargo
de la ropa sucia que no tenía tiempo de llevar a lavar. Intentó pedir un cambio
de trabajo a sus jefes, pero ellos consideraron que su defección sería un mal
ejemplo para las brigadillas de limpieza que supervisaba. El 26 de julio del
año pasado no se presentó al trabajo; tres días después lo encontraron
encerrado en su coche, muerto por las emanaciones de monóxido de carbono que él
mismo había provocado quemando carbón en pastillas. Tenía 34 años.
En el ministerio japonés
de la Salud existe un departamento particular para la prevención del “karoshi”.
Su titular, Yasukazu Kurio, afirma que es difícil luchar contra el hábito del
exceso de trabajo debido a que este es algo muy arraigado en la cultura
japonesa. Los sindicatos, por ejemplo, insisten con mucha más fuerza en la
remuneración del trabajo y en la fijeza del empleo que en las condiciones en
las que se desarrolla la labor de los asalariados.
Es la misma vieja
historia de siempre: el olvido de que trabajo es vida, y por tanto la calidad
de las condiciones de la prestación del trabajo es – literalmente – calidad de
vida, indispensable para la vida.