Es un honor
personal que Manuel Castells haya coincidido en las grandes líneas con uno de
mis posts crónicamente imperfectos. Incluso los títulos son muy parecidos: yo
escribí “Rumbo a Ventotene”, y él “Retorno a Ventotene” (1).
La coincidencia es
anecdótica; también coincidieron, según la antigua leyenda dorada, Agamenón y
su porquero. No es anecdótica, en cambio, la crítica implícita a Angela Merkel,
François Hollande y Matteo Renzi por insistir en las mismas coordenadas que
están provocando la desbandada de los pueblos europeos, bajo la sombra cada vez
más apretada de unos nacionalismos anclados en la diferencia. Un Ventotene
revisitado debería suponer la insistencia en la colaboración, en la comunidad,
en los progresos más lentos o más rápidos pero a no a dos velocidades, sino a una
misma velocidad para todos. La idea de los tres barandas parece ir por otro
lado: más orden público, más medidas extraordinarias de seguridad, prohibición
de nuevos referéndums, y prietas las filas en la defensa macroeconómica de la
moneda común.
No sería un retorno
a Ventotene, sino un viaje a ninguna parte. Un refuerzo de las restricciones ya
considerables a la igualdad, la libertad y la fraternidad, los tres principios
que han impulsado desde su definición en 1789 el paradigma del progreso de la
humanidad. Un regreso a los territorios del absolutismo ilustrado, y a la
construcción de una Europa por arriba y desde arriba, basada en la
consolidación de los privilegios para los pudientes.
Ese matute ya no
cuela. Se avecina una lucha feroz entre las derechas populistas y las izquierdas
incoherentes, en la que todos saldremos perdiendo.
Salvo en una
cuestión: en la caída del pináculo, estrepitosa y balsámica, de unos
tecnócratas vendedores de crecepelos milagrosos que se han postulado a sí
mismos como gurús omniscientes e infalibles: los Rato, los Lagarde, los Dijsselbloom,
los Donald Tusk, los De Guindos y toda su ralea.