Lo irónico es que el
monasterio cisterciense de Santa María de Sigena podría ser un hito histórico y
simbólico de la Cataluña irredenta. Allí se refugió Isabel de Aragón con sus
hijas, después de la breve guerra y rendición humillante del conde Jaime de
Urgell a Fernando de Trastámara, elegido rey de la Corona de Aragón en Caspe. Conviene
recordar que el Compromiso para seleccionar al candidato con “mejor derecho” a
la Corona no fue ningún paripé, aunque sí fue ideado y gestionado, con su habilidad
diplomática característica, por Pero Martínez de Luna, el papa de Illueca que
más tarde sería desposeído por el concilio de Constanza de su nombre de
Benedicto XIII y de sus prerrogativas eclesiales.
Isabel de Aragón
era hija del rey Pere IV lo Cerimoniós y de su última esposa, la ampurdanesa
Sibil·la de Fortià. Su boda con el conde Jaime reforzó las expectativas de este
de alcanzar la Corona al morir Martín I sin descendencia legítima. Jaime acató
al principio la sentencia de Caspe, pero luego se sublevó, inopinadamente, en
el peor momento y sin tropas suficientes para mantener su reto al rey legítimo.
Contó como si fueran juramentos en firme con vagas promesas de una alianza
inglesa que exigía a cambio el reino de Mallorca; pero los ingleses nunca se
presentaron a la cita.
Después de la
rendición del Castell Formós de Balaguer, que fue arrasado hasta los cimientos,
Jaime de Urgell inició una larga peregrinación por prisiones castellanas, con
recuerdo especialmente ominoso de la de Urueña, para morir finalmente en 1433
en las mazmorras del castillo de Xàtiva. Su esposa Isabel, prima hermana del
nuevo rey Fernando I, había tenido a su sexta hija, Catalina, durante el asedio
de Balaguer, y fue ella la enviada por el conde Jaime a negociar las
condiciones de la rendición (única condición aceptada fue la de respetar las
vidas de los miembros de la familia). Con todo, Isabel fue perdonada y se le devolvió
la propiedad de algunos predios de la casa de Urgell en el entorno de la villa
de Alcolea de Cinca; entre ellos, Sigena. Allí encontró un refugio – muy modesto
– para ella y sus hijos. Vestía hábito, se definía a sí misma como viuda de un
hombre vivo, y escribió a su primo pidiéndole dinero para telas con las que
confeccionar vestidos y ropa interior a dos hijas que habían de viajar por
orden real y carecían de lo imprescindible. Murió en 1424, y fue enterrada en
el monasterio. Su sarcófago es una de las piezas que ahora reclama el gobierno
autónomo de Aragón.
Lo diré con toda
claridad: yo soy partidario de que se devuelva a Sigena lo que fue de Sigena,
del mismo modo que pienso que los frisos de Fidias deberían volver al Partenón,
y el altar de Pérgamo, a Pérgamo. La idea de arrancar los tesoros de sus
lugares de origen para preservarlos en instalaciones museísticas de
características globales y universales significa abstraer la cultura y convertirla
en un totum revolutum en el que uno se traslada de los muros polícromos de
Babilonia a los mármoles de Pérgamo con solo traspasar el umbral de una puerta,
como me ocurrió a mí en Berlín.
La cultura
arrancada de su sustrato vivo no es más que show
business. Puede argumentarse en contra de este principio el hecho de que las ruinas de
Palmira seguirían existiendo de haber sido trasladadas a un lugar seguro para
admiración de cientos de miles de turistas que pagarían religiosamente su
entrada para verlas. Cierto, pero son gajes que se debe pagar por considerar
el mundo, sin exclusiones y sin peajes, como el resultado provisorio, unas
veces hermoso y otras terrible, del paso incesante de las generaciones.
Si una vez
recibidas las piezas reclamadas, el gobierno de Aragón, en lugar de amueblar
con ellas la iglesia y las dependencias monásticas de Sigena, hoy prácticamente
en ruinas, opta por ponerse el mundo por cachirulo y abrir un Museo Etnológico de
Aragón o similar en Zaragoza, y cobrar la entrada a tanto por cabeza, pues
también me parecerá mal, qué quieren que les diga. Una cosa es el respeto a la
historia y otra muy distinta la compraventa de mercancía artística con
denominación de origen. A esto último no deberíamos jugar, nadie.