Ahora que el
sindicato, con buen criterio, ha decidido repensarse a sí mismo en relación con
los nuevos condicionamientos que enmarcan su actuación (su praxis, me atrevería
a decir, por más que el término nos traiga una bocanada del perfume de un tiempo
ido quizás definitivamente), es inexcusable que repiense también la materia
prima sobre la que se centra esa su actuación o su praxis.
Me refiero al
trabajo. Se diría a veces que el trabajo es una variable independiente y
enteramente aleatoria, como la lluvia que riega o no riega los sembrados de secano.
A casi nadie se le ocurre (hoy, que la modernidad ha descendido sobre nosotros y nos
hemos postrado para adorarla; pero el invento es tan antiguo como la sopa de
ajo) pensar en un trabajo de regadío, en una floración amorosamente pensada,
preparada y acondicionada.
Cuando digo “casi nadie”,
me refiero en primer lugar al Estado, esa institución que en tiempos se solía
adjetivar a sí misma de “social” o “benefactora” y ahora en cambio elude cualquier
calificativo y se disfraza de noviembre en un esfuerzo ímprobo por pasar desapercibida.
El Estado solía planificar la
economía (bien o mal, esa es cuestión distinta; de forma normativa o
indicativa, igual da, no vamos a discutir de perendengues ni de parafernalias,
sino dejar sentado el hecho en sí: el Estado planificaba).
Ahora que la institución
estatal hace ostensible dejación de una de sus funciones principales en
perjuicio de la ciudadanía, si bien mantiene con todo rigor otra, la
recaudatoria (¿para qué, para quién?, deberíamos preguntarnos), no estará de
más que el sindicato repiense por sí mismo esta cuestión crucial: Qué es el trabajo,
cuál es su utilidad social, cuáles son las necesidades individuales, sociales y
colectivas en función de las cuales tiene sentido el trabajo.
Porque viene a
resultar del trending topic dominante
en las relaciones económicas que la única misión válida del trabajo es generar
beneficios para el capital – privado – invertido. El Estado debe mantener las
manos fuera de todo el proceso: se supone que la sapiencia de los mercados
regulará, a partir del juego de los egoísmos recíprocos de los agentes, la
mejor planificación posible para la mayor satisfacción de todas las partes.
Mucho suponer. Si
resulta que el trabajo que se prioriza es el que deja márgenes mayores de
beneficios, estaremos tal vez contribuyendo al medro de la industria
armamentística, de la tabaquera, de las constructoras que arrasan los paisajes
naturales con millones de apartamentos para guiris que nunca los ocuparán. Y todas
las prestaciones sociales que funcionan poco menos que a fondo perdido,
financiadas por los dineros que el Estado recauda puntualmente de los
contribuyentes (la sanidad, la prevención, la educación, la vivienda, el
transporte urbano e interurbano), seguirán sufriendo recorte tras recorte hasta
el final de los tiempos.
Estoy simplificando
el problema, cierto, pero la base de partida de la solución se encuentra sin
duda en este punto: la economía tiene que
tener un sentido. La priorización de unos recursos sobre otros, la distribución
de las cargas y las recompensas, deben tender a procurar la mayor satisfacción
social, o bien es que no estamos hablando de economía, sino de otra cosa.
Pensar que el análisis económico se reduce al cálculo de los beneficios previsibles
es una aberración. Y en estos términos, el “cómo” se produce, el escalón
tecnológico, no da por sí solo las respuestas necesarias. Es todo el sentido
social y humano consustancial a la idea misma del trabajo desde los lejanos
tiempos de la invención de la sopa de ajo, lo que debemos recuperar. El trabajo
humano como fuerza motriz que debe guiar a la humanidad desde el reino de la
necesidad hasta el de la libertad.
Visto que el Estado
se llama andana a la hora de repensar estos temas básicos, bueno es que lo haga
desde su autonomía el sindicato, que es parte implicada en el asunto por los
cuatro costados. Solo a partir de una idea acertada sobre la realidad misma del
trabajo, y en particular del trabajo por cuenta ajena, será el nuevo sindicato “repensado”
capaz de encauzar la negociación de las reivindicaciones del conjunto de los
asalariados y darles un horizonte situado más allá de lo inmediato.