Dos creaciones
artísticas muy conocidas comparten un mismo título, El
Sur: una película de Víctor Erice, y un cuento de Jorge Luis Borges. Voy a
referirme a ellas en orden cronológico inverso. La película de Erice debía haber
sido tan solo la primera parte de una historia basada en un texto de Adelaida
García Morales; pero una serie de azares configurados tal vez como una sombra
de destino, si de destino puede hablarse en casos así, la dejó tal y como la
hemos visionado. Al principio de la película, un padre habla a su hija con una
añoranza intensa del Sur, el territorio casi mítico del que procede y al que
cada día de su vida desearía volver. Al final, muerto por propia mano el padre,
la hija hace las maletas para viajar al Sur y descubrir la sustancia completa
del hombre al que solo ha conocido demediado.
Por lo que se
refiere al cuento de Borges, es el último de una serie denominada “Artificios” incluida
en un volumen de título asimismo escueto: Ficciones.
También trata de un viaje al Sur. El viajero se llama Juan Dahlmann, es
secretario de una biblioteca municipal en la calle Córdoba de Buenos Aires, y
conserva la propiedad legítima y algunos recuerdos borrosos de una estancia que
fue de su familia materna: «una de las costumbres de su memoria era la imagen de
los eucaliptos balsámicos y de la larga casa rosada que alguna vez fue carmesí
[…] Verano tras verano se contentaba con la idea abstracta de la posesión y con
la certidumbre de que su casa estaba esperándolo, en un sitio preciso de la
llanura.»
Un accidente
fortuito lleva al hombre al quirófano de un sanatorio de la calle Ecuador. Se
le declara una septicemia. Sufre hasta odiarse a sí mismo «minuciosamente». El
cirujano que le operó le revela un día que ha estado a punto de morir y le
anuncia que, como se está reponiendo, podrá ir a convalecer a la estancia.
Dahlmann toma el
tren al Sur. El revisor le anuncia que el convoy no se detiene en la estación que
figura en el billete sino en otra cercana, desde la que habrá de tomar un taxi.
En el pueblo de la estación equivocada, mientras cena en una pulpería, es
molestado por unos peones borrachos que le provocan tirándole migas de pan. Se
ve arrastrado a un conflicto que no desea. Un peón le enseña un cuchillo y lo
invita a salir fuera. Está desarmado, pero alguien pone en su mano otro
cuchillo. Esta es la última frase del cuento: «Dahlmann empuña con firmeza el
cuchillo, que acaso no sabrá manejar, y sale a la llanura.»
Apenas un indicio
del autor nos permite sospechar la existencia de otra historia dentro de la
historia: la serie de cuentos lleva por título “Artificios”. Por sucinta, casi
telegráfica, que sea la redacción borgiana, lo que nos está contando es, por
alguna parte, un artificio. Solo entonces atendemos a otros indicios muy leves:
el protagonista leía Las mil y una noches
en el sanatorio y sigue leyendo el mismo libro en el viaje; hacerlo,
piensa, es «un desafío alegre y secreto a las frustradas fuerzas del mal.» Más
indicios: el cirujano y el revisor del tren tienen la inconcreción de las figuras
oníricas, el paisaje mismo que se divisa por la ventanilla se resume en
una visión irreal. Y sobre todo, he aquí lo que piensa Dahlmann al atravesar el
umbral de la pulpería: «Morir en una pelea a cuchillo, a cielo abierto y
acometiendo, hubiera sido una liberación para él, una felicidad y una fiesta,
en la primera noche del sanatorio, cuando le clavaron la aguja. Sintió que si
él, entonces, hubiera podido elegir o soñar su muerte, esta es la muerte que
hubiera elegido o soñado.»
Las coincidencias entre
las dos obras comentadas me parecen reveladoras. En Erice como en Borges, el
Sur es el fondo mítico que nos lleva a sentirnos infelices en nuestro destierro
del Norte; un espejismo que proyecta imágenes de bienestar y nos incita a viajar
para descansar en su compañía. El viaje, entonces, es una traslación mental, y
no física; una metáfora que explora y coteja las diferencias entre la vida que
vivimos y la que soñamos.
Posiblemente una
configuración tan redonda y tan coherente del Sur como paraíso definitivamente
perdido acabó por convencer a Erice y a su productor Querejeta de que una
segunda parte, con un Sur reducido a los términos prosaicos de la realidad,
nunca alcanzaría la capacidad de sugerencia y la fuerza mágica de la primera, y
a la postre única, parte de la película prevista. Borges, de alguna manera, ya
les había dado una pista al respecto.