viernes, 26 de agosto de 2016

EL VIAJE AL SUR


Dos creaciones artísticas muy conocidas comparten un mismo título, El Sur: una película de Víctor Erice, y un cuento de Jorge Luis Borges. Voy a referirme a ellas en orden cronológico inverso. La película de Erice debía haber sido tan solo la primera parte de una historia basada en un texto de Adelaida García Morales; pero una serie de azares configurados tal vez como una sombra de destino, si de destino puede hablarse en casos así, la dejó tal y como la hemos visionado. Al principio de la película, un padre habla a su hija con una añoranza intensa del Sur, el territorio casi mítico del que procede y al que cada día de su vida desearía volver. Al final, muerto por propia mano el padre, la hija hace las maletas para viajar al Sur y descubrir la sustancia completa del hombre al que solo ha conocido demediado.
Por lo que se refiere al cuento de Borges, es el último de una serie denominada “Artificios” incluida en un volumen de título asimismo escueto: Ficciones. También trata de un viaje al Sur. El viajero se llama Juan Dahlmann, es secretario de una biblioteca municipal en la calle Córdoba de Buenos Aires, y conserva la propiedad legítima y algunos recuerdos borrosos de una estancia que fue de su familia materna: «una de las costumbres de su memoria era la imagen de los eucaliptos balsámicos y de la larga casa rosada que alguna vez fue carmesí […] Verano tras verano se contentaba con la idea abstracta de la posesión y con la certidumbre de que su casa estaba esperándolo, en un sitio preciso de la llanura.»
Un accidente fortuito lleva al hombre al quirófano de un sanatorio de la calle Ecuador. Se le declara una septicemia. Sufre hasta odiarse a sí mismo «minuciosamente». El cirujano que le operó le revela un día que ha estado a punto de morir y le anuncia que, como se está reponiendo, podrá ir a convalecer a la estancia.
Dahlmann toma el tren al Sur. El revisor le anuncia que el convoy no se detiene en la estación que figura en el billete sino en otra cercana, desde la que habrá de tomar un taxi. En el pueblo de la estación equivocada, mientras cena en una pulpería, es molestado por unos peones borrachos que le provocan tirándole migas de pan. Se ve arrastrado a un conflicto que no desea. Un peón le enseña un cuchillo y lo invita a salir fuera. Está desarmado, pero alguien pone en su mano otro cuchillo. Esta es la última frase del cuento: «Dahlmann empuña con firmeza el cuchillo, que acaso no sabrá manejar, y sale a la llanura.»
Apenas un indicio del autor nos permite sospechar la existencia de otra historia dentro de la historia: la serie de cuentos lleva por título “Artificios”. Por sucinta, casi telegráfica, que sea la redacción borgiana, lo que nos está contando es, por alguna parte, un artificio. Solo entonces atendemos a otros indicios muy leves: el protagonista leía Las mil y una noches en el sanatorio y sigue leyendo el mismo libro en el viaje; hacerlo, piensa, es «un desafío alegre y secreto a las frustradas fuerzas del mal.» Más indicios: el cirujano y el revisor del tren tienen la inconcreción de las figuras oníricas, el paisaje mismo que se divisa por la ventanilla se resume en una visión irreal. Y sobre todo, he aquí lo que piensa Dahlmann al atravesar el umbral de la pulpería: «Morir en una pelea a cuchillo, a cielo abierto y acometiendo, hubiera sido una liberación para él, una felicidad y una fiesta, en la primera noche del sanatorio, cuando le clavaron la aguja. Sintió que si él, entonces, hubiera podido elegir o soñar su muerte, esta es la muerte que hubiera elegido o soñado.»
Las coincidencias entre las dos obras comentadas me parecen reveladoras. En Erice como en Borges, el Sur es el fondo mítico que nos lleva a sentirnos infelices en nuestro destierro del Norte; un espejismo que proyecta imágenes de bienestar y nos incita a viajar para descansar en su compañía. El viaje, entonces, es una traslación mental, y no física; una metáfora que explora y coteja las diferencias entre la vida que vivimos y la que soñamos.
Posiblemente una configuración tan redonda y tan coherente del Sur como paraíso definitivamente perdido acabó por convencer a Erice y a su productor Querejeta de que una segunda parte, con un Sur reducido a los términos prosaicos de la realidad, nunca alcanzaría la capacidad de sugerencia y la fuerza mágica de la primera, y a la postre única, parte de la película prevista. Borges, de alguna manera, ya les había dado una pista al respecto.