Pido indulgencia
por adelantado si estos apuntes veraniegos tienen más de especulativos que
de sólidos. Me han venido sugeridos por la relectura de algunos párrafos de “La ciudad del trabajo” de
Bruno Trentin, que JL López Bulla ha empezado a republicar en su blog de
referencia “Metiendo Bulla”.
Es así que el
sistema “científico” de organización del trabajo ideado por el ingeniero
Frederick W. Taylor va íntimamente ligado a un sistema productivo basado en la potencia
motriz de la máquina. En ese sistema, la fuerza de trabajo humana inserta, en
la potencia ciega desarrollada por los caballos de vapor del artefacto, los
añadidos, las rectificaciones y los ajustes aconsejados por los estudios
minuciosos del cuerpo de ingenieros, para el mejor aprovechamiento de las
posibilidades transformadoras de la máquina, acelerando todo lo posible los procesos y
minimizando los tiempos muertos.
Es sabido que
Taylor desconfiaba de los rendimientos colectivos y basó todo su sistema en el
control riguroso de los comportamientos individuales estándar de los/las
trabajadores/as, de modo que cualquier elemento de una plantilla laboral pudiera
ser sustituido por otro en cualquier momento y por tanto tiempo como fuera
preciso, sin merma de la producción. Un equipo de trabajo, sentenció Taylor,
vale tanto como el más torpe de sus componentes. En cuanto al más diestro de
todos ellos, lo mejor que podía hacer era olvidar lo aprendido y reciclarse a
las órdenes de un controlador científicamente preparado para extraer todas las
posibilidades mecánicas de la maquinaria instalada. La máquina no está al servicio
del hombre, en el sistema de Taylor; es el hombre quien está al servicio de la
máquina.
Era razonable
esperar que la organización taylorista del trabajo no podría sobrevivir a los
cambios tecnológicos posteriores. Unas máquinas más inteligentes y sofisticadas
reclaman unos servidores con mayor sentido de la iniciativa, comprensión global
del conjunto de operaciones complejas incluidas en un proceso productivo, y capacidad
de toma de decisiones. El cronometraje de las series de operaciones parceladas dejó
de tener sentido, en la medida en que el proceso productivo dejó de ser
infinitamente fraccionable; y la cantidad perdió la condición de magnitud decisiva (al no ser ya suficientemente elástica la demanda),
en favor del refinamiento de la calidad del producto acabado. El
trabajador-masa dejó paso a su vez a un nuevo tipo de trabajador, teóricamente
imaginativo, polivalente, flexible, capaz de dirigir unos procesos que, además
de haber aumentado prodigiosamente su complejidad, incrementaban asimismo la
velocidad hasta requerir, en buena parte, decisiones instantáneas.
Hemos entrado en
una fase nueva de la producción de bienes y de servicios, incompatible con las
premisas del ingeniero Taylor. Y sin embargo, el taylorismo persiste.
Persiste cuando
menos en dos de sus características principales: la primera, la separación
tajante entre el escalón de dirección y el de ejecución de los procesos; la
segunda, la fragmentación (artificial en muchos casos) de las tareas, de modo
que la “mano de obra” se ve imposibilitada para percibir el sentido de todo el
proceso, el “para qué” de la tarea concreta que realiza.
En el pensamiento
del ingeniero Taylor, y en el contexto de la fábrica que hemos dado en llamar
fordista, la organización de las tareas que él propugnó podía tener un sentido más
o menos científico. No era la única opción posible, y desde la perspectiva que
nos dan los años y las transformaciones ocurridas, podemos pensar que aquella
no fue la organización más eficaz posible de la producción (sin entrar aquí, dadas
las intenciones de este escrito, en los graves traumas colectivos causados por
una forma de trabajo deshumanizada y deshumanizadora; en las cicatrices
sociales que ha dejado aquel sistema). Lo que está clarísimo, en cualquier
caso, es que el taylorismo residual incrustado en los modernos sistemas
productivos basados en nuevas tecnologías aplicadas a la producción, a la
información y a las comunicaciones, es mera chatarra científica, y solo obedece
a un planteamiento ideológico tendente a asegurar la exclusividad, el secreto y
en definitiva el poder, a unos estamentos sociales en perjuicio directo de
otros.
Los cantos
neoliberales a la innovación y el desarrollo como motor de la industria son
pura filfa. Responden a la misma actitud que observaba en el tero, ave pampina,
el gaucho Martín Fierro: «En un lao pega los gritos / y en otro pone los
huevos.» No es la innovación lo que importa sino el copyright, la propiedad
exclusiva de unos métodos y/o unos artilugios, con el poder que proporciona la
exclusividad para extraer beneficios en favor del accionariado, esa clase
ociosa, parasitaria y regresiva. El taylorismo residual, entonces, tiene como
misión única la protección de unos privilegios exclusivos; pero como eso no es
racionalmente posible en el contexto vertiginoso del paradigma productivo actual,
ergo, el taylorismo es hoy un mero
elemento folklórico. Podría arrumbarse de un día para otro solo con que el
empresariado renunciara a las ideas recibidas y no meditadas, y, mirando de
frente la realidad de las cosas, hiciera una inversión adicional en el capital
humano de su empresa y apostara por una circulación más democrática y una
puesta en común más amplia de los saberes que están en la base del
funcionamiento eficiente de su negocio.