sábado, 20 de agosto de 2016

EL TAYLORISMO RESIDUAL COMO RASGO FOLKLÓRICO DE LOS SISTEMAS PRODUCTIVOS


Pido indulgencia por adelantado si estos apuntes veraniegos tienen más de especulativos que de sólidos. Me han venido sugeridos por la relectura de algunos párrafos de “La ciudad del trabajo” de Bruno Trentin, que JL López Bulla ha empezado a republicar en su blog de referencia “Metiendo Bulla”.
Es así que el sistema “científico” de organización del trabajo ideado por el ingeniero Frederick W. Taylor va íntimamente ligado a un sistema productivo basado en la potencia motriz de la máquina. En ese sistema, la fuerza de trabajo humana inserta, en la potencia ciega desarrollada por los caballos de vapor del artefacto, los añadidos, las rectificaciones y los ajustes aconsejados por los estudios minuciosos del cuerpo de ingenieros, para el mejor aprovechamiento de las posibilidades transformadoras de la máquina, acelerando todo lo posible los procesos y minimizando los tiempos muertos.
Es sabido que Taylor desconfiaba de los rendimientos colectivos y basó todo su sistema en el control riguroso de los comportamientos individuales estándar de los/las trabajadores/as, de modo que cualquier elemento de una plantilla laboral pudiera ser sustituido por otro en cualquier momento y por tanto tiempo como fuera preciso, sin merma de la producción. Un equipo de trabajo, sentenció Taylor, vale tanto como el más torpe de sus componentes. En cuanto al más diestro de todos ellos, lo mejor que podía hacer era olvidar lo aprendido y reciclarse a las órdenes de un controlador científicamente preparado para extraer todas las posibilidades mecánicas de la maquinaria instalada. La máquina no está al servicio del hombre, en el sistema de Taylor; es el hombre quien está al servicio de la máquina.
Era razonable esperar que la organización taylorista del trabajo no podría sobrevivir a los cambios tecnológicos posteriores. Unas máquinas más inteligentes y sofisticadas reclaman unos servidores con mayor sentido de la iniciativa, comprensión global del conjunto de operaciones complejas incluidas en un proceso productivo, y capacidad de toma de decisiones. El cronometraje de las series de operaciones parceladas dejó de tener sentido, en la medida en que el proceso productivo dejó de ser infinitamente fraccionable; y la cantidad perdió la condición de magnitud decisiva (al no ser ya suficientemente elástica la demanda), en favor del refinamiento de la calidad del producto acabado. El trabajador-masa dejó paso a su vez a un nuevo tipo de trabajador, teóricamente imaginativo, polivalente, flexible, capaz de dirigir unos procesos que, además de haber aumentado prodigiosamente su complejidad, incrementaban asimismo la velocidad hasta requerir, en buena parte, decisiones instantáneas.
Hemos entrado en una fase nueva de la producción de bienes y de servicios, incompatible con las premisas del ingeniero Taylor. Y sin embargo, el taylorismo persiste.
Persiste cuando menos en dos de sus características principales: la primera, la separación tajante entre el escalón de dirección y el de ejecución de los procesos; la segunda, la fragmentación (artificial en muchos casos) de las tareas, de modo que la “mano de obra” se ve imposibilitada para percibir el sentido de todo el proceso, el “para qué” de la tarea concreta que realiza.
En el pensamiento del ingeniero Taylor, y en el contexto de la fábrica que hemos dado en llamar fordista, la organización de las tareas que él propugnó podía tener un sentido más o menos científico. No era la única opción posible, y desde la perspectiva que nos dan los años y las transformaciones ocurridas, podemos pensar que aquella no fue la organización más eficaz posible de la producción (sin entrar aquí, dadas las intenciones de este escrito, en los graves traumas colectivos causados por una forma de trabajo deshumanizada y deshumanizadora; en las cicatrices sociales que ha dejado aquel sistema). Lo que está clarísimo, en cualquier caso, es que el taylorismo residual incrustado en los modernos sistemas productivos basados en nuevas tecnologías aplicadas a la producción, a la información y a las comunicaciones, es mera chatarra científica, y solo obedece a un planteamiento ideológico tendente a asegurar la exclusividad, el secreto y en definitiva el poder, a unos estamentos sociales en perjuicio directo de otros.
Los cantos neoliberales a la innovación y el desarrollo como motor de la industria son pura filfa. Responden a la misma actitud que observaba en el tero, ave pampina, el gaucho Martín Fierro: «En un lao pega los gritos / y en otro pone los huevos.» No es la innovación lo que importa sino el copyright, la propiedad exclusiva de unos métodos y/o unos artilugios, con el poder que proporciona la exclusividad para extraer beneficios en favor del accionariado, esa clase ociosa, parasitaria y regresiva. El taylorismo residual, entonces, tiene como misión única la protección de unos privilegios exclusivos; pero como eso no es racionalmente posible en el contexto vertiginoso del paradigma productivo actual, ergo, el taylorismo es hoy un mero elemento folklórico. Podría arrumbarse de un día para otro solo con que el empresariado renunciara a las ideas recibidas y no meditadas, y, mirando de frente la realidad de las cosas, hiciera una inversión adicional en el capital humano de su empresa y apostara por una circulación más democrática y una puesta en común más amplia de los saberes que están en la base del funcionamiento eficiente de su negocio.