Una de las
vanidades más extendidas entre los humanos es la de querer ser recordados como
los mejores en su especialidad. Maradona anduvo murmurando de Messi por las
esquinas, decidido a impugnar que el “pecho frío” pasara a la historia por
encima de su propia figura. Felipe González sigue empeñado en dictar la
estrategia del PSOE incluso cuando él ya no es nadie en el PSOE, y el PSOE casi
nada en la política española.
Jordi Pujol lo fue
casi todo en Cataluña. El pal de paller,
el hombre providencial e imprescindible. Los adversarios políticos comían de su
mano. O se los comía él. A ERC se la merendó tres veces.
Solo se le conocen
dos errores. El primero, de poca monta, fue un asuntillo de dineros B en
Andorra. Habida cuenta del panorama en la encrucijada de la coyuntura nacional,
peccata minuta.
El segundo error ha
tenido una trascendencia bastante mayor. Pujol no dejó crecer bajo su sombra a
políticos de tanta envergadura como Miquel Roca y Joaquim Molins. Los aburrió,
literalmente. Y en cambio, fue a designar como sucesor de su trono a un
guaperas con masters por Harvard. Lenguas de doble filo señalan a Ferrusola
como la inductora del desastre (del desastre de Andorra también, sea dicho de
pasada): la primerísima dama se habría sentido seducida por el hoyuelo de la
barbilla y el tupé (en sus dos acepciones) de Arturo. El patriarca se retiró a
la vida privada, y en pocos años su herencia política ha quedado desbaratada.
El palo del pajar se rompió en algún momento, y Mas fue primero el audaz
dirigente que marcó un nuevo rumbo a media Cataluña, y últimamente ni eso.
Conserva, eso sí, la vanidad común de querer ser recordado como mejor que
quienes le sucedieron. Eso puede explicar la resistible ascensión de Puigdemont
al semigobierno de la semigeneralitat, de un lado; y el nombramiento de Homs al
frente de las avanzadillas del semiejército catalán en territorio enemigo.
Homs ha intentado
recientemente una filigrana de la vieja escuela, el peix al cove. Mientras se votaba la desconexión en Barcelona, en
Madrid prestaba sus votos para una mesa del parlamento favorable a los
designios de las fuerzas opresoras. A cambio, CDC se aseguraba dos millones de
euros y un grupo parlamentario propio durante la legislatura.
No es que fallara
algo sutil e imprevisible: falló todo. Homs trabajaba a partir de un libro de
texto del curso pasado, ahora hay asignaturas nuevas. Convergència se ha
quedado sin los dineros (nada que no se pueda remediar; bastará con cerrar
algunos quirófanos y unos cientos de camas hospitalarias más durante este mes
de agosto), y sin legión tebana en Madrid para alimentar las funciones de
lobbying habituales en el mundillo de los politinegocios. Fiasco total.
En cuanto a la
segunda parte contratante de la delicada operación por los bajinis, mantiene de
momento su objetivo, una mesa favorable, pero podría ser que tampoco: ya se
habla en voz alta de la emergencia de unas terceras elecciones. En septiembre
aguarda a los españoles una secuencia de órdagos a la chica: elecciones vascas,
ídem de lienzo gallegas, y cuestión de confianza catalana. Con su cachaza peculiar,
Mariano Rajoy piensa que más vale esperar a que pase la tormenta y ver por dónde
escampa, antes de optar por algo que le resulta especialmente doloroso: tomar una
decisión (una cualquiera). A Rajoy elegir le revuelve las tripas. Le encanta la
ideología del fin de la historia, de la concatenación de fuerzas irresistibles
y del “no hay alternativa”. Ahí está la política que prefiere, no hacer nada y
dejarse llevar por las corrientes subterráneas hacia un futuro repleto de
brotes verdes.
Y sin embargo,
algunos think tanks de Cataluña
piensan aún que la debilidad del gobierno de Madrid permitirá a las fuerzas
activas del procès alcanzar el
resultado con el que sueñan. A pesar de que el desgobierno catalán no es menor
que el de Madrid; a pesar de las contradicciones internas prácticamente
insalvables de su mayoría parlamentaria; a pesar del forzamiento ya demasiado
evidente del vocabulario para simular que, cuando hablamos del derecho a
decidir, todos estamos hablando de lo mismo, y no de cuestiones que pueden
estar en las antípodas las unas de las otras.
En tiempos, Convergència
tuvo en su mano, no la hegemonía, ojo, pero sí el pulso del país catalán, hasta
el punto de que llegó a identificarse sin rubor a sí misma con Cataluña. Más
dura será su caída.