Operación Presidente (2)
Dado lo somero de
las instrucciones que me había dado la cancillera Merkel (1), invertí todo el
tiempo que duró el viaje en AVE de Barcelona-Sants a Madrid-Atocha en trazar
planes de acción. Al llegar tenía una cosa clara: para poder contender con tres
bellísimas azafatas de compañía cada día, iba a necesitar dosis masivas de
Viagra; de otra forma estaba perdido antes de empezar. Necesitaba por
consiguiente, antes que nada, ir a una farmacia de confianza y solicitar un
forfait, a ser posible con rebaja por compra de tres o más frascos del
medicamento. Mi experiencia con el (o la, no estoy muy seguro) Viagra es nula,
de modo que no sabía muy bien por dónde empezar. En el peor de los casos confiaba
en llevarme a las azafatas al palco del Santiago Bernabéu, y encontrar allí
voluntarios generosamente solidarios para ayudarme en mi ingente tarea.
En cuanto al plan
para convencer a Rajoy de que se retirara de la política, a la llegada a Atocha
todavía no había podido pensar nada
concreto. El AVE es demasiado rápido, y yo solo puedo reflexionar sobre mis
problemas pendientes de uno en uno. Lo más urgente era lo de las azafatas, lo
demás vendría por sus pasos.
En el vestíbulo de la
estación me sorprendió la cantidad de policías antidisturbios armados hasta los
dientes que observaban expectantes la salida de los viajeros. Decidí –
erróneamente – que no tenía nada que ocultar, de modo que avancé hacia ellos arrastrando
mi maletín con ruedas y poniendo la cara más parecida a la inocencia perfecta que
fui capaz de conseguir. No les di el pego.
– ¡Ahí viene el
yihadista! – me señaló uno. Sonó un silbato, y al instante siguiente estaban
tres hombres aguerridos encima de mí, inmovilizándome con sofisticadas llaves
de artes marciales. Un sargento se me plantó delante, dijo “Esto por
resistencia a la autoridad”, y me dio una patada en los mismísimos. El dolor
fue brutal. Mientras me sumergía en la inconsciencia, recuerdo haber pensado
que ni con un largo tratamiento de Viagra Doble Extra conseguiría cumplir
siquiera con la primera de las tres azafatas que según contrato habían de
amenizar mis ocios.
Desperté en un
despacho lujosamente amueblado. Me habían sentado – o más bien despatarrado –
en un sillón de diseño con poliespán atravesado por tubos cromados en ángulos
inverosímiles que impedían todo intento de comodidad. Delante de mí, un tipo que
me pareció vagamente conocido recitaba:
– En pruebas, en
pruebas, uno dos tres, en pruebas…
– Oiga – le dije –,
usted es Jorge Fernández Díaz.
– Dígame algo que
no sepa. Y usted es Abdalrahman Paqum al-Rodriqí, el peligroso infiltrado de
ISIS.
– En absoluto. Está
en un error. Soy inocente como una paloma.
– ¿Se han
recuperado ya sus testículos de la patada?
– No, aún duele.
– Entonces, no siga
por ese camino. Vamos a tener una charla confidencial, sin micrófonos ocultos
ni esas porquerías tecnológicas. En pruebas, en pruebas, Marcelo, ¿me escuchas?
– Alto y claro – se
oyó una voz como de ultratumba.
– Correcto. Mire, al-Rodriqí,
todo lo que diga va a ser utilizado como prueba en su contra, ¿está dispuesto a
colaborar?
– ¿En qué? – quise
saber.
– Aquí las preguntas
las hago yo. Puedo anticiparle que si no colabora no saldrá vivo de estas
dependencias. Su cadáver será arrojado al río Manzanares, y le echaremos la
culpa a la alcaldesa Manuela Carmena por negligencia en la limpieza de fondos.
– Estoy dispuesto a
decirte todo lo que quieras, resalao – declaré de forma espontánea y
voluntaria, en un rapto de irrefrenable sinceridad.
– ¿Qué le ha dicho Merkel?
– preguntó Fernández.
– ¿Cómo sabe lo de Merkel?
– me asombré.
– Aquí las
preguntas las hago yo – repitió. Pero de inmediato prevaleció la vanidad de
colgarse una medalla –: ¿Tan ingenuo es usted que cree que no tenemos
informantes en los Casals d’Avis?
– Ha sido Mónica,
por supuesto – exclamé, refiriéndome a la más cotilla e impertinente de las
monitoras.
– No diré ni que sí
ni que no. Es usted quien ha de desembuchar. Escuche, ¿le habló Merkel de lo
mío?
Vi el cielo
abierto.
– Largo y tendido –
dije –. Casi no hablamos de otra cosa.
– ¿Y cómo lo ve
ella?
– Difícil, pero
presionará a Ratzinger, para que presione a Gabaglio, para que presione a la
curia, para que la curia dé el plácet pertinente a su nombramiento como
embajador.
Fernández se relajó
considerablemente. Incluso me ofreció una copa de quina Santa Catalina. Acepté
por no hacerle un feo, pero solo me mojé los labios y dejé intacta la copa
sobre la mesa.
– Ratzinger, ¿eh? –
dijo, soñador –. Benedicto XVI.
– Equis Uve Palito
– confirmé yo.
– ¿Qué más me
cuentas, perillán? Dame más buenas noticias.
Tan amistoso se
había vuelto el ambiente que Fernández me tuteaba. Decidí apretar el acelerador
a fondo.
– Bueno, ella me habló
de lo de Mariano.
– ¿Qué, de Mariano?
– Fernández se puso otra vez rígido.
– Dijo que debería…
dar un paso a un lado. O dos. O tres, incluso.
Me miró con cara
feroz. Por unos instantes temí que me propinara otra patada en mi maltrecho
escroto.
– ¿Ha hablado de
esto con alguien, al-Rodriqí?
– Le juro que usted
es el primero.
– Ah, bien – se
tranquilizó, y volvió de inmediato al tuteo –. Pues no lo cuentes por ahí,
bocazas. Marcelo, abrimos una pausa de dos minutos, ¿entendido?
– Afirmativo, jefe
– sonó de nuevo la voz de ultratumba.
– Soraya tiene que
saber esto – dijo entre dientes Fernández, y tiró de teléfono móvil. Yo había
improvisado lo anterior un poco al azar; pero de pronto me di cuenta de la
razón de los filósofos que sostienen que la verdad es catártica.
(1) Ver el inicio
de esta rigurosa crónica en http://vamosapollas.blogspot.com.es/2016/08/en-mision-secreta.html