jueves, 4 de agosto de 2016

DE PERDIDOS, AL RÍO MANZANARES


Operación Presidente (2)

Dado lo somero de las instrucciones que me había dado la cancillera Merkel (1), invertí todo el tiempo que duró el viaje en AVE de Barcelona-Sants a Madrid-Atocha en trazar planes de acción. Al llegar tenía una cosa clara: para poder contender con tres bellísimas azafatas de compañía cada día, iba a necesitar dosis masivas de Viagra; de otra forma estaba perdido antes de empezar. Necesitaba por consiguiente, antes que nada, ir a una farmacia de confianza y solicitar un forfait, a ser posible con rebaja por compra de tres o más frascos del medicamento. Mi experiencia con el (o la, no estoy muy seguro) Viagra es nula, de modo que no sabía muy bien por dónde empezar. En el peor de los casos confiaba en llevarme a las azafatas al palco del Santiago Bernabéu, y encontrar allí voluntarios generosamente solidarios para ayudarme en mi ingente tarea.
En cuanto al plan para convencer a Rajoy de que se retirara de la política, a la llegada a Atocha  todavía no había podido pensar nada concreto. El AVE es demasiado rápido, y yo solo puedo reflexionar sobre mis problemas pendientes de uno en uno. Lo más urgente era lo de las azafatas, lo demás vendría por sus pasos.
En el vestíbulo de la estación me sorprendió la cantidad de policías antidisturbios armados hasta los dientes que observaban expectantes la salida de los viajeros. Decidí – erróneamente – que no tenía nada que ocultar, de modo que avancé hacia ellos arrastrando mi maletín con ruedas y poniendo la cara más parecida a la inocencia perfecta que fui capaz de conseguir. No les di el pego.
– ¡Ahí viene el yihadista! – me señaló uno. Sonó un silbato, y al instante siguiente estaban tres hombres aguerridos encima de mí, inmovilizándome con sofisticadas llaves de artes marciales. Un sargento se me plantó delante, dijo “Esto por resistencia a la autoridad”, y me dio una patada en los mismísimos. El dolor fue brutal. Mientras me sumergía en la inconsciencia, recuerdo haber pensado que ni con un largo tratamiento de Viagra Doble Extra conseguiría cumplir siquiera con la primera de las tres azafatas que según contrato habían de amenizar mis ocios.
Desperté en un despacho lujosamente amueblado. Me habían sentado – o más bien despatarrado – en un sillón de diseño con poliespán atravesado por tubos cromados en ángulos inverosímiles que impedían todo intento de comodidad. Delante de mí, un tipo que me pareció vagamente conocido recitaba:
– En pruebas, en pruebas, uno dos tres, en pruebas…
– Oiga – le dije –, usted es Jorge Fernández Díaz.
– Dígame algo que no sepa. Y usted es Abdalrahman Paqum al-Rodriqí, el peligroso infiltrado de ISIS.
– En absoluto. Está en un error. Soy inocente como una paloma.
– ¿Se han recuperado ya sus testículos de la patada?
– No, aún duele.
– Entonces, no siga por ese camino. Vamos a tener una charla confidencial, sin micrófonos ocultos ni esas porquerías tecnológicas. En pruebas, en pruebas, Marcelo, ¿me escuchas?
– Alto y claro – se oyó una voz como de ultratumba.
– Correcto. Mire, al-Rodriqí, todo lo que diga va a ser utilizado como prueba en su contra, ¿está dispuesto a colaborar?
– ¿En qué? – quise saber.
– Aquí las preguntas las hago yo. Puedo anticiparle que si no colabora no saldrá vivo de estas dependencias. Su cadáver será arrojado al río Manzanares, y le echaremos la culpa a la alcaldesa Manuela Carmena por negligencia en la limpieza de fondos.
– Estoy dispuesto a decirte todo lo que quieras, resalao – declaré de forma espontánea y voluntaria, en un rapto de irrefrenable sinceridad.
– ¿Qué le ha dicho Merkel? – preguntó Fernández.
– ¿Cómo sabe lo de Merkel? – me asombré.
– Aquí las preguntas las hago yo – repitió. Pero de inmediato prevaleció la vanidad de colgarse una medalla –: ¿Tan ingenuo es usted que cree que no tenemos informantes en los Casals d’Avis?
– Ha sido Mónica, por supuesto – exclamé, refiriéndome a la más cotilla e impertinente de las monitoras.
– No diré ni que sí ni que no. Es usted quien ha de desembuchar. Escuche, ¿le habló Merkel de lo mío?
Vi el cielo abierto.
– Largo y tendido – dije –. Casi no hablamos de otra cosa.
– ¿Y cómo lo ve ella?
– Difícil, pero presionará a Ratzinger, para que presione a Gabaglio, para que presione a la curia, para que la curia dé el plácet pertinente a su nombramiento como embajador.
Fernández se relajó considerablemente. Incluso me ofreció una copa de quina Santa Catalina. Acepté por no hacerle un feo, pero solo me mojé los labios y dejé intacta la copa sobre la mesa.
– Ratzinger, ¿eh? – dijo, soñador –. Benedicto XVI.
– Equis Uve Palito – confirmé yo.
– ¿Qué más me cuentas, perillán? Dame más buenas noticias.
Tan amistoso se había vuelto el ambiente que Fernández me tuteaba. Decidí apretar el acelerador a fondo.
– Bueno, ella me habló de lo de Mariano.
– ¿Qué, de Mariano? – Fernández se puso otra vez rígido.
– Dijo que debería… dar un paso a un lado. O dos. O tres, incluso.
Me miró con cara feroz. Por unos instantes temí que me propinara otra patada en mi maltrecho escroto.
– ¿Ha hablado de esto con alguien, al-Rodriqí?
– Le juro que usted es el primero.
– Ah, bien – se tranquilizó, y volvió de inmediato al tuteo –. Pues no lo cuentes por ahí, bocazas. Marcelo, abrimos una pausa de dos minutos, ¿entendido?
– Afirmativo, jefe – sonó de nuevo la voz de ultratumba.
– Soraya tiene que saber esto – dijo entre dientes Fernández, y tiró de teléfono móvil. Yo había improvisado lo anterior un poco al azar; pero de pronto me di cuenta de la razón de los filósofos que sostienen que la verdad es catártica.
 

(1) Ver el inicio de esta rigurosa crónica en http://vamosapollas.blogspot.com.es/2016/08/en-mision-secreta.html