«Pierde una medalla
para salvar la vida de su caballo», es el titular de la noticia. La exageración
del periodista es notable, pero la noticia misma, más allá del sensacionalismo
atrapa-lectores, vale la pena. Es la historia de Adelinde Cornelissen, amazona
holandesa de 37 años, y de su caballo Parzi, de 13. Ambos, juntos, consiguieron
dos medallas, una de plata y otra de bronce, en la especialidad de doma, en los
Juegos Olímpicos de Londres 2012, lo que implica que la pareja pasaba por ser una
de las favoritas del mismo concurso en Rio 2016.
Una araña u otro
bicho venenoso picó a Parzi, que empezó a pasarlo fatal: fiebre muy alta, hinchazón
en la mandíbula. La noche siguiente fue de prueba, pero no la pasó solo: «Dormí
en los establos, comprobé cada hora cómo estaba Parzi, no iba a dejarlo solo»,
explica Adelinde. La mañana de la competición la fiebre había desaparecido; persistía
la hinchazón pero Parzi comió y bebió con normalidad. Los médicos dieron el
visto bueno a competir, y Adelinde se presentó en el palenque del concurso. Empezó
el ejercicio, y pocos instantes después notó que la cosa no iba bien. «En el
fondo de mi mente supe que no teníamos posibilidades. ¿Qué podía hacer?»
Lo que hizo fue
saludar con toda corrección al jurado y retirarse. No perdió una medalla,
porque no la había ganado; renunció a intentar conseguirla para no poner en
riesgo a su compañero. El cual, al presente, se halla en franca convalecencia,
cuestión de la que me alegro.
Adelinde se limitó
a actuar con humanidad y con sentido común. La cuestión para la polémica, suscitada
por el periodista que tituló del modo como tituló, sería la de si vale más un
caballo o una medalla olímpica. Es decir, una variante de la famosa oferta
hecha por Ricardo III de Inglaterra en mitad de una batalla en la que había
quedado descabalgado: «¡Mi reino por un caballo!» El bando de los
ricardoterceristas, por llamarlos de algún modo, considerará preferible el
caballo a la medalla (vamos a suponer para el caso que la medalla era cosa
hecha, que estaba cantada); el bando de los talibanes del olimpismo, para darles
también un nombre arbitrario, entenderá que el valor supremo es la medalla
cualquiera que sea el procedimiento para conseguirla, y el noble bruto que se
joda.
Sospecho que la
persona que tituló como tituló la historia de Adelinde, y posiblemente la
mayoría numérica de esta piel de toro costrosa, están fervorosamente apuntados
al bando de los talibanes. Quienes ahorcan a los podencos al final de la
temporada de caza, quienes descabezan gansos al galope por deporte, los
partidarios del alanceo de los diversos toros de la vega, jamás entenderán que
la compasión pueda ser preferible al alarde.
Y existe otro
elemento, muy próximo al anterior pero diferenciable de todos modos: es el que
expresa ese eslogan repugnante, «Soy español, a qué quieres que te gane.» Ha
habido un forcejeo en algunos medios en torno a si las medallas de Mireia
Belmonte eran propiamente españolas o eran más bien catalanas. La tercera
opción, la más justa pero no la mayoritaria en la opinión, es que las medallas
de Mireia Belmonte son de Mireia Belmonte; el resultado feliz de una estructura anatómica idónea sumada a un plan de entrenamiento exhaustivo y minucioso.
Sería bueno mirar
las proezas atléticas, natatorias y futbolísticas desde este punto de vista templado.
Ni las cifras del medallero ni las glorias deportivas son expresión de una
excelencia colectiva, y tampoco nosotros en tanto que personas individuales somos
la hostia. Somos del montón, y de un montón nada selecto. Mediten sobre el
asunto si la mala suerte les lleva alguna noche del presente agosto a la cola
de las urgencias de algún establecimiento hospitalario.