domingo, 14 de agosto de 2016

MI MEDALLA POR UN CABALLO


«Pierde una medalla para salvar la vida de su caballo», es el titular de la noticia. La exageración del periodista es notable, pero la noticia misma, más allá del sensacionalismo atrapa-lectores, vale la pena. Es la historia de Adelinde Cornelissen, amazona holandesa de 37 años, y de su caballo Parzi, de 13. Ambos, juntos, consiguieron dos medallas, una de plata y otra de bronce, en la especialidad de doma, en los Juegos Olímpicos de Londres 2012, lo que implica que la pareja pasaba por ser una de las favoritas del mismo concurso en Rio 2016.
Una araña u otro bicho venenoso picó a Parzi, que empezó a pasarlo fatal: fiebre muy alta, hinchazón en la mandíbula. La noche siguiente fue de prueba, pero no la pasó solo: «Dormí en los establos, comprobé cada hora cómo estaba Parzi, no iba a dejarlo solo», explica Adelinde. La mañana de la competición la fiebre había desaparecido; persistía la hinchazón pero Parzi comió y bebió con normalidad. Los médicos dieron el visto bueno a competir, y Adelinde se presentó en el palenque del concurso. Empezó el ejercicio, y pocos instantes después notó que la cosa no iba bien. «En el fondo de mi mente supe que no teníamos posibilidades. ¿Qué podía hacer?»
Lo que hizo fue saludar con toda corrección al jurado y retirarse. No perdió una medalla, porque no la había ganado; renunció a intentar conseguirla para no poner en riesgo a su compañero. El cual, al presente, se halla en franca convalecencia, cuestión de la que me alegro.
Adelinde se limitó a actuar con humanidad y con sentido común. La cuestión para la polémica, suscitada por el periodista que tituló del modo como tituló, sería la de si vale más un caballo o una medalla olímpica. Es decir, una variante de la famosa oferta hecha por Ricardo III de Inglaterra en mitad de una batalla en la que había quedado descabalgado: «¡Mi reino por un caballo!» El bando de los ricardoterceristas, por llamarlos de algún modo, considerará preferible el caballo a la medalla (vamos a suponer para el caso que la medalla era cosa hecha, que estaba cantada); el bando de los talibanes del olimpismo, para darles también un nombre arbitrario, entenderá que el valor supremo es la medalla cualquiera que sea el procedimiento para conseguirla, y el noble bruto que se joda.
Sospecho que la persona que tituló como tituló la historia de Adelinde, y posiblemente la mayoría numérica de esta piel de toro costrosa, están fervorosamente apuntados al bando de los talibanes. Quienes ahorcan a los podencos al final de la temporada de caza, quienes descabezan gansos al galope por deporte, los partidarios del alanceo de los diversos toros de la vega, jamás entenderán que la compasión pueda ser preferible al alarde.
Y existe otro elemento, muy próximo al anterior pero diferenciable de todos modos: es el que expresa ese eslogan repugnante, «Soy español, a qué quieres que te gane.» Ha habido un forcejeo en algunos medios en torno a si las medallas de Mireia Belmonte eran propiamente españolas o eran más bien catalanas. La tercera opción, la más justa pero no la mayoritaria en la opinión, es que las medallas de Mireia Belmonte son de Mireia Belmonte; el resultado feliz de una estructura anatómica idónea sumada a un plan de entrenamiento exhaustivo y minucioso.
Sería bueno mirar las proezas atléticas, natatorias y futbolísticas desde este punto de vista templado. Ni las cifras del medallero ni las glorias deportivas son expresión de una excelencia colectiva, y tampoco nosotros en tanto que personas individuales somos la hostia. Somos del montón, y de un montón nada selecto. Mediten sobre el asunto si la mala suerte les lleva alguna noche del presente agosto a la cola de las urgencias de algún establecimiento hospitalario.