Viene a ser que más
de la mitad de las empresas del país no tienen trabajadores asalariados. Así lo
certifica el Dirce (Directorio central de empresas): sobre un total de
3.236.582 empresas censadas en España, un 55,3% (en números crudos 1.791.909
unidades) están consignadas en el epígrafe “sin asalariados”.
Desde luego, las
cifras tienen solo un valor indicativo. A pesar de que la doctrina de la
derecha apostólica establece que las peras son peras y las manzanas son
manzanas, eso no es del todo cierto en el terreno de la economía y de la
estadística. Hay empresas que no son empresas. La mayor precisión que se puede
emplear respecto de ellas es decir que son tapaderas. ¿Tapaderas de qué? Ahí la
picaresca es tan extensa y variopinta como la imaginación humana. Lo normal es
que la intención de quien crea un fantasma jurídico bajo el pabellón honorable
de una “empresa legal” (nada que ver con lo que nuestros abuelos solían llamar
con ese nombre), sea evadir impuestos; pero no se puede excluir de
antemano otros móviles y objetivos más tortuosos.
Luego están las
microempresas que funcionan amparadas en la bandera del cooperativismo
voluntario o forzoso, y los one man’s
show, las situaciones individuales en las que una persona tira por la calle
de en medio con una de dos coberturas jurídicas alternativas: la de autónomo,
que supone una dura intemperie en casi todo lo relacionado con la prevención de
riesgos y con los derechos de índole económica; y la de emprendedor, que proporciona
un cobijo algo superior, a cambio de unas obligaciones administrativas más
prolijas.
El repunte del
empleo a partir de marzo de 2014, que marcó el punto crítico en el proceso de
destrucción de puestos de trabajo, se debe sobre todo al autoempleo en las
diversas formas que quedan expuestas: autónomos, microempresas y pequeñas
cooperativas que funcionan en el límite de la supervivencia, o incluso un poco
por debajo. Son datos del INE, no apreciaciones subjetivas mías. No existe
desde 2014 una mejoría estricta de la economía sino una adaptación progresiva de
la precariedad a nuevas figuras jurídicas. Lo que antes estaba sumergido, ahora
aflora bajo diferentes vestiduras o disfraces.
La empresa
tradicional se aprovecha de este tirón, desde luego; pero bajo su propio
enfoque. La EPA no posee instrumentos de análisis lo bastante finos para
detectar cuántos trabajadores formalmente “autónomos” o formalmente “empresas” son
en realidad dependientes, es decir, personas que trabajan sometidas a las
normas habituales de la subordinación y la heterodirección. En su esfuerzo por
maximizar los beneficios y externalizar los costos, los patronos auténticos utilizan
aquellas fórmulas jurídicas que les permiten eludir el pago de la seguridad
social de tantos “colaboradores” remunerados como utilizan a diario. Ya no
extienden un contrato laboral a un trabajador, sino que firman un acuerdo
comercial con una empresa compuesta por un único emprendedor, que vende en el mercado
su fuerza de trabajo sin adquirir por ello ningún derecho ni prestación
compensatoria. Los riesgos habituales y previsibles de enfermedad, accidente
(por cierto, los accidentes laborales están creciendo estadísticamente más que
el empleo), natalidad y otros, que antes se “aseguraban” o se compensaban en el
marco del contrato mismo de trabajo, corren ahora por cuenta del “microempresario”.
El dador real de trabajo, la punta de la cadena de valor que se establece en el
proceso complejo de producción, ese se va de rositas.