Lean ustedes con
atención, en el reciente número de la revista digital “Pasos a la izquierda”,
el análisis demosociológico realizado por Jordi Guiu, Pere Jódar y Ramon Alós sobre
nuestros jóvenes, los etiquetados como “millenials” por una de tantas veleidades
de la moda mediática (1). Es dudoso que presenten características netamente
distintas como generación, en relación con las anteriores; es indudable que
llaman impacientes a las puertas del mercado de trabajo, que empiezan a tomar
posiciones estratégicas en la sociedad civil, que aportan cambios significativos
de mentalidad, de saberes técnicos, de valores. Están ya en primera línea de
los movimientos sociales, y en unos años – pocos – formarán el estrato
dominante en la opinión y en la intención de voto, y se habrán incrustado en los núcleos dirigentes de
los partidos, de los sindicatos, de las asociaciones e incluso de las tertulias
televisivas. Expresada la idea en una sola palabra, ellos son el futuro. “Nuestro”
futuro. Parecería insensato no tomarlos en cuenta, no darles cancha en la
tesitura en la que nos encontramos. Es lo que se está haciendo.
Se trata de una
generación que ha crecido contemporáneamente a la disolución “en el aire” de
todas las viejas pautas de cohesión vigentes en la sociedad “fordista”: «…
instituciones, identidades, lazos sociales y los pocos vínculos comunitarios
existentes.» Una generación individualista educada, tanto si lo acepta como si
no, en el credo neoliberal hegemónico: “cada cual por sí, nadie va a venir de
fuera a solucionar tus problemas.”
Lo cual tiene unos aspectos
positivos y otros negativos. Una característica casi universal de estos jóvenes
es la desconfianza respecto de las instituciones – también, por supuesto, de
los sindicatos, pero esta es una vertiente del tema a la que me referiré en
otro momento – y un rechazo visceral que podríamos llamar instintivo (aunque no
deja de ser una metáfora más que una definición) al orden establecido, al establishment. Un epifenómeno llamativo
de esta actitud es la inclinación consistente a la ruptura, a la expresión
radical y a la solución drástica. Si se llevara a cabo el tan manoseado referéndum
sobre la independencia en Catalunya, el Sí contaría con porcentajes abrumadores
entre los jóvenes. El deseo de escapar de la jaula asfixiante del Estado como “enemigo
principal” ha inducido a un respaldo huraño y provisorio a una clase dirigente
soberanista que tampoco satisface las expectativas. La trayectoria de las CUP, alimentadas
por un voto jovencísimo, es bastante indicativa de esa actitud. Vayan a
predicarles a esa muchachada las batallitas de Macià y Companys, de Villarroel
o de Artur Mas. No es a la tradición ni a la identidad a lo que se aferran: es
a la ruptura.
(De forma similar,
vayan a predicar a la muchachada que malvive y maltrabaja en la otra orilla del
Ebro, las bondades admirables de nuestra transición ejemplar a la democracia y
la validez intemporal del pacto político atado y bien atado que entonces se firmó.
Les acusamos de adanismo, de populismo, de inmadurez. Son como les hemos hecho mediante
la ingestión forzada de dosis masivas de mentiras y de medias verdades envueltas
en píldoras amargas inconvenientemente doradas con purpurina de garrafón.)
El punto positivo de
nuestros/as jóvenes es una voluntad mucho mayor de participación en la cosa
pública. Una generación de indignados ha sucedido a una generación de pasotas.
Los cantos de sirena adormecedores acerca del final de la historia y del
progreso como motor de una prosperidad ilimitada para todos, han dado paso a un
despertar brusco y desagradable. Quieren pesar en el tablero de la política, y
es un sueño de la razón tratar de simular que no se les ve, o que no existen, y
predicar que no se les debe hacer ningún caso.
Como lo intentaron dos
eximios representantes de la “casta”, un tal González Márquez y otro tal
Cebrián Echarri, ayer, en la Facultad de Derecho de la Universidad Autónoma de
Madrid.