Un escritor y
crítico estadounidense, Anatole Broyard, dijo de Marcel Proust: «Era tan
intensamente sensible a lo ordinario que para él una muchacha en bicicleta
podía eclipsar a una princesa.» La crítica es ambigua, tanto puede significar
una defensa de la princesa frente a la ciclista, como dar la razón al juicio
estético de Proust. Después de leer lo que se cuenta en Google sobre Broyard,
me inclino más por lo segundo. Es también mi opinión. Considero que la princesa
solo tendría opción para equilibrar el platillo de la balanza subiéndose a una
bicicleta y poniéndose a pedalear con ardor.
No he tenido muchas
oportunidades de ver a princesas, salvo en fotografía o en los retratos que
dejaron de ellas grandes pintores. Las infantas de Velázquez son magníficas, de
una belleza capaz de desafiar a cualquier bicicleta niquelada de carreras, con
o sin guardabarros y faro incorporados. Pero es Velázquez, no ellas, quien echa
el resto; una observación atenta del rostro y la figura de las reales mozas muestra
indicios de clorosis, falta de higiene vestimentaria y una estructura ósea
frágil. Les habrían hecho falta ropas más holgadas y practicar más la bicicleta
desde la niñez.
A la inversa, tengo
todas las ocasiones posibles de ver chicas en bicicleta en cuanto salgo a la
calle en Barcelona. No solo eso; debo tener los ojos bien abiertos para evitar
que alguna de ellas, debido a la fuerza inercial de su impulso y a la debilidad
de sus frenos, se me eche encima y demos entre los dos un espectáculo callejero
bochornoso.
Pero están
hermosas, el cuerpo todo en tensión para imprimir fuerza a las pedaladas que
las conducen como exhalaciones metalizadas por los carriles bici, y también
¡ay! por las aceras cuajadas de viandantes. Son libres, autónomas, poderosas
como las divinidades que tejían el destino de los humanos (ellas ¡ay! también
lo hacen a su manera). Y han introducido en la pátina gris del urbanismo
moderno, abarrotado de tubos de escape asfixiantes, una estampa de salud, de libertad,
de velocidad y de determinación que me parece cien por cien positiva con la
pequeñísima salvedad de que el día menos pensado tal vez alguna de ellas me
romperá la crisma.