Tienen ustedes ya
el número 6 de la revista digital “Pasos a la izquierda” a un clic de sus
pantallas. Les animo a clicar y leer detenidamente el artículo de Umberto
Romagnoli «El derecho del trabajo después del seísmo global» (1). No solo ese
artículo, claro, hay mucho más material provechoso en la revista. Pero les
animo a leer al maestro Romagnoli ahora mismo. Si les parece bien, podemos
reanudar la conversación después de esa pausa necesaria.
Se ha producido un “seísmo
global” en el mundo del trabajo, afirma Romagnoli. La “fábrica” fordista ha
saltado hecha pedazos, las ruinas y los cascotes se esparcen por el suelo, no
existe ya el “trabajo” como siempre lo habíamos concebido (de una pieza), sino
minitrabajos, precariedad disimulada o sin disimulo.
La cosa no tendría
tanta importancia si el fordismo hubiese sido tan solo un sistema productivo.
Se da por supuesto que estas cosas evolucionan, tienen un ciclo vital
perecedero y al cabo de un tiempo entran sin remedio en obsolescencia. Pero la
fábrica fordista ha sido en la historia bastante más que un ciclo. Ha sido,
dice Romagnoli, «un modo de
pensar, un estilo de vida, un modelo de organización de la sociedad en su
conjunto». La fábrica fordista fue durante
toda una época el elemento sustentador y vertebrador de la sociedad, del estado
y de la comunidad de las naciones, tanto en el occidente capitalista como en el
oriente socialista. Los kombinat que
establecían una cadena ininterrumpida desde la minería, para arrancar del
subsuelo las materias primas, hasta los tractores o los camiones surgidos de
las cadenas de montaje, “crearon” en los Urales en torno de la industria pesada
nuevas ciudades de doscientos o cuatrocientos mil habitantes, de modo parecido
a como la fortaleza feudal asentada en un risco había creado varios siglos
atrás, a sus pies, aldeas cuyos habitantes vivían literalmente a la sombra del
señor, al que proporcionaban víveres, subsistencias y pequeñas artesanías prácticamente
como único cliente.
La fábrica, en sus
dimensiones físicas y en su comunión de propósitos y de esfuerzos, se ha
volatilizado y fragmentado en mil porciones distintas. Para expresarlo con una
palabra rara pero que nos resulta cada vez más familiar, se ha “deslocalizado”.
No es posible ya reducirla a un espacio físico, a un centro de trabajo, porque
no existe un centro identificable como tal. Las máquinas pueden pertenecer a
una firma y quienes las hacen funcionar a otra distinta, o a una ETT, o ser
formalmente emprendedores autónomos. Los lugares de producción se diversifican;
en muchos casos han invadido el propio domicilio privado de los trabajadores. La
dirección se diluye entre una gerencia, un consejo de administración, una
asesoría financiera, otra asesoría fiscal, un departamento autónomo de recursos
humanos, y así sucesivamente; todos ellos dispersos en la geografía física, y
conectados en red gracias a los avances de las nuevas tecnologías.
La acumulación de
innovaciones tecnológicas está generando una situación que va incluso más allá:
con el sistema llamado Big Data, la vieja fábrica cabe completa en el bolsillo de
un móvil “inteligente”, y puede acompañar a su propietario allá donde vaya, las
veinticuatro horas del día y los 365 días del año. Apple proyecta entrar en la
fabricación de automóviles para convertirlos en sistemas inteligentes y
conectados permanentemente en la red. Olvídense del GPS, o mejor piensen en un
GPS versátil y omnisciente elevado a la enésima potencia.
¿No es una ironía
que en un mundo de supermóviles, de viviendas, de automóviles, incluso de sistemas
de armas “inteligentes”, la inteligencia abandone progresivamente al trabajo, es
decir a la actividad paradigmática de la inteligencia humana a través de los
siglos?
Advierte Romagnoli de
la imposibilidad de mirar atrás para “reconstruir” (la consigna clave después
de un terremoto) una realidad desaparecida. Si el trabajo ha cambiado sus
coordenadas y los vectores de su actividad, no tiene sentido intentar reconstruir
la cobertura jurídica del trabajo “donde y como” era antes. Tal intento sería “metahistórico”
y se vería condenado a la irrelevancia.
Lo que dice
Romagnoli del derecho del trabajo es válido también para el otro gran instrumento
de cobertura colectiva del trabajo, no jurídico sino factual y social: el
sindicalismo. Hacer las mismas cosas que antes en un contexto nuevo sería una
solución con muy poco recorrido. El futuro del sindicalismo deberá asentarse en
nuevos instrumentos, nuevos conceptos básicos y nuevas formas de relación y de
búsqueda de consenso.
El terremoto,
señala Romagnoli, ha pillado a todos desprevenidos. Pero nada obliga a los
sindicalistas a concebir su propio trabajo desde una perspectiva
pretecnológica, cuando la producción ha saltado a un escalón superior; la
información de las máquinas puede ser aprovechada en distintos sentidos, desde
los dos bandos confrontados. Y si la economía ha roto las costuras del
estado-nación para plantearse en términos globales, también el derecho laboral y
los sindicatos deberán dar ese paso crucial, y postularse como instrumentos
globales para la reconstrucción de un nuevo orden mundial más justo y
sostenible.