miércoles, 19 de octubre de 2016

EL DÓNDE Y EL CÓMO DEL SINDICALISMO HOY


Tienen ustedes ya el número 6 de la revista digital “Pasos a la izquierda” a un clic de sus pantallas. Les animo a clicar y leer detenidamente el artículo de Umberto Romagnoli «El derecho del trabajo después del seísmo global» (1). No solo ese artículo, claro, hay mucho más material provechoso en la revista. Pero les animo a leer al maestro Romagnoli ahora mismo. Si les parece bien, podemos reanudar la conversación después de esa pausa necesaria.
Se ha producido un “seísmo global” en el mundo del trabajo, afirma Romagnoli. La “fábrica” fordista ha saltado hecha pedazos, las ruinas y los cascotes se esparcen por el suelo, no existe ya el “trabajo” como siempre lo habíamos concebido (de una pieza), sino minitrabajos, precariedad disimulada o sin disimulo.
La cosa no tendría tanta importancia si el fordismo hubiese sido tan solo un sistema productivo. Se da por supuesto que estas cosas evolucionan, tienen un ciclo vital perecedero y al cabo de un tiempo entran sin remedio en obsolescencia. Pero la fábrica fordista ha sido en la historia bastante más que un ciclo. Ha sido, dice Romagnoli, «un modo de pensar, un estilo de vida, un modelo de organización de la sociedad en su conjunto». La fábrica fordista fue durante toda una época el elemento sustentador y vertebrador de la sociedad, del estado y de la comunidad de las naciones, tanto en el occidente capitalista como en el oriente socialista. Los kombinat que establecían una cadena ininterrumpida desde la minería, para arrancar del subsuelo las materias primas, hasta los tractores o los camiones surgidos de las cadenas de montaje, “crearon” en los Urales en torno de la industria pesada nuevas ciudades de doscientos o cuatrocientos mil habitantes, de modo parecido a como la fortaleza feudal asentada en un risco había creado varios siglos atrás, a sus pies, aldeas cuyos habitantes vivían literalmente a la sombra del señor, al que proporcionaban víveres, subsistencias y pequeñas artesanías prácticamente como único cliente.
La fábrica, en sus dimensiones físicas y en su comunión de propósitos y de esfuerzos, se ha volatilizado y fragmentado en mil porciones distintas. Para expresarlo con una palabra rara pero que nos resulta cada vez más familiar, se ha “deslocalizado”. No es posible ya reducirla a un espacio físico, a un centro de trabajo, porque no existe un centro identificable como tal. Las máquinas pueden pertenecer a una firma y quienes las hacen funcionar a otra distinta, o a una ETT, o ser formalmente emprendedores autónomos. Los lugares de producción se diversifican; en muchos casos han invadido el propio domicilio privado de los trabajadores. La dirección se diluye entre una gerencia, un consejo de administración, una asesoría financiera, otra asesoría fiscal, un departamento autónomo de recursos humanos, y así sucesivamente; todos ellos dispersos en la geografía física, y conectados en red gracias a los avances de las nuevas tecnologías.
La acumulación de innovaciones tecnológicas está generando una situación que va incluso más allá: con el sistema llamado Big Data, la vieja fábrica cabe completa en el bolsillo de un móvil “inteligente”, y puede acompañar a su propietario allá donde vaya, las veinticuatro horas del día y los 365 días del año. Apple proyecta entrar en la fabricación de automóviles para convertirlos en sistemas inteligentes y conectados permanentemente en la red. Olvídense del GPS, o mejor piensen en un GPS versátil y omnisciente elevado a la enésima potencia.
¿No es una ironía que en un mundo de supermóviles, de viviendas, de automóviles, incluso de sistemas de armas “inteligentes”, la inteligencia abandone progresivamente al trabajo, es decir a la actividad paradigmática de la inteligencia humana a través de los siglos?
Advierte Romagnoli de la imposibilidad de mirar atrás para “reconstruir” (la consigna clave después de un terremoto) una realidad desaparecida. Si el trabajo ha cambiado sus coordenadas y los vectores de su actividad, no tiene sentido intentar reconstruir la cobertura jurídica del trabajo “donde y como” era antes. Tal intento sería “metahistórico” y se vería condenado a la irrelevancia.
Lo que dice Romagnoli del derecho del trabajo es válido también para el otro gran instrumento de cobertura colectiva del trabajo, no jurídico sino factual y social: el sindicalismo. Hacer las mismas cosas que antes en un contexto nuevo sería una solución con muy poco recorrido. El futuro del sindicalismo deberá asentarse en nuevos instrumentos, nuevos conceptos básicos y nuevas formas de relación y de búsqueda de consenso.
El terremoto, señala Romagnoli, ha pillado a todos desprevenidos. Pero nada obliga a los sindicalistas a concebir su propio trabajo desde una perspectiva pretecnológica, cuando la producción ha saltado a un escalón superior; la información de las máquinas puede ser aprovechada en distintos sentidos, desde los dos bandos confrontados. Y si la economía ha roto las costuras del estado-nación para plantearse en términos globales, también el derecho laboral y los sindicatos deberán dar ese paso crucial, y postularse como instrumentos globales para la reconstrucción de un nuevo orden mundial más justo y sostenible.