viernes, 7 de octubre de 2016

EL BLUFF DE CATILINA


Lo que debaten los actuales expertos en la historia de Roma, nos dice Mary Beard (1), flamante Premio Princesa de Asturias de Ciencias Sociales, no es si Cicerón exageró el peligro que suponía Lucio Sergio Catilina para la república romana; sino hasta qué punto lo exageró. Podría suceder que todo el asunto fuera un bluff, lo que hoy llamaríamos política mediática, aunque con consecuencias muy reales.
Cicerón era un provincial, nacido en la insignificante población de Arpino; un hombre con poco peso en el establishment, aunque un abogado brillante que alardeaba – como Richard Gere en Chicago – de ser capaz de ganar en el foro cualquier causa dudosa gracias a su elocuencia. Ella fue, en efecto, el elemento decisivo para que fuera elegido cónsul en 63 aC. El candidato descartado fue Catilina, más o menos el polo opuesto de Cicerón: familia de abolengo, rico e influyente, guerrero esforzado pero torpe sin remedio en el manejo de la retórica. Catilina quedó resentido por el resultado; fue sin la menor duda enemigo personal del advenedizo Cicerón, pero es mucho más dudoso que lo fuera de la ciudad de Roma. De hecho, había anunciado que volvería a presentar su candidatura al consulado el año siguiente.
Es posible que Cicerón se inventara desde el principio la conspiración de Catilina. Este se había ausentado aquel verano de la ciudad junto a un grupo de partidarios, y corrió la voz de que reunía un ejército. Se hizo un registro preventivo en la casa de uno de sus amigos, y se encontraron armas. Él dijo que siempre habían estado allí, era un entusiasta, un coleccionista. Cicerón reunió, sin embargo, pruebas fehacientes de la conjura: se las proporcionó un grupo de galos recién llegados a Roma para comerciar y que dijeron haber sido tanteados por Catilina para un complot que incluía el incendio de la capital, el saqueo de los templos y las mansiones de los ricos, y el asesinato de una lista de personas influyentes, entre las que se contaba el propio Cicerón.
Los floridos gorjeos de la acusación a Catilina en el senado (Quousque tandem, Catilina, abutere patientia nostra, etc.) nunca fueron declamados de ese modo. Cicerón retocó a posteriori sus discursos para una “edición” destinada al público, mucho más esmerada gramaticalmente que veraz. Era el instrumento con el que pretendía pasar a la posteridad en modo heroico. Pasó.
Muchos “conjurados” fueron apresados en sus casas y ejecutados sumariamente, sin juicio previo y sin derecho a defenderse. El cónsul en ejercicio hizo valer la premura extraordinaria de la cuestión, dado el peligro inminente que se cernía sobre Roma. Catilina, huido, reunió en efecto un ejército y fue derrotado y muerto en acción de guerra por las tropas consulares. No fue Cicerón quien mandó a la legión vencedora (su manejo en el campo de batalla era muy inferior a su habilidad forense), y su colega cónsul se excusó de hacerlo alegando un dolor de pies. Fue un lugarteniente el encargado de cumplir el expediente en la ocasión.
Cicerón tenía lo que había deseado, una medalla que colgarse como salvador de la república. Es opinión unánime entre los modernos, pero también entre los antiguos, que fue demasiado lejos en el intento de explotar su éxito. Escribió un largo poema en el que, relata Beard, «un cónsul sobrehumano debate con el Senado divino en el monte Olimpo la manera de manejar la conjura de Catilina.» El poema incluye un verso memorable: O fortunatam natam me consule Romam, “oh cuán afortunada la Roma nacida siendo yo cónsul”.
El poema provocó rechiflas, el ex cónsul fue condenado al destierro por abuso de poder al ordenar la ejecución de ciudadanos sin darles derecho a defenderse, y su estrella política declinó. Pero no cabe duda de que su manejo de los asuntos públicos creó escuela. Así lo indican, y es solo un ejemplo, los sucesos recientes en Turquía, donde Recep Tayyip Erdogan impuso la misma urgencia expeditiva para despachar una conspiración cuyos alcances e implicaciones nunca se intentó acotar ni aclarar.
 
(1) Mary BEARD, SPQR. Una historia de la antigua Roma. Crítica, 2016. Traducción de Silvia Furió.