Lo que debaten los actuales
expertos en la historia de Roma, nos dice Mary Beard (1), flamante Premio
Princesa de Asturias de Ciencias Sociales, no es si Cicerón exageró el peligro
que suponía Lucio Sergio Catilina para la república romana; sino hasta qué punto lo exageró. Podría suceder
que todo el asunto fuera un bluff, lo que hoy llamaríamos política mediática,
aunque con consecuencias muy reales.
Cicerón era un
provincial, nacido en la insignificante población de Arpino; un hombre con poco
peso en el establishment, aunque un abogado brillante que alardeaba – como Richard
Gere en Chicago – de ser capaz de
ganar en el foro cualquier causa dudosa gracias a su elocuencia. Ella fue, en
efecto, el elemento decisivo para que fuera elegido cónsul en 63 aC. El
candidato descartado fue Catilina, más o menos el polo opuesto de Cicerón:
familia de abolengo, rico e influyente, guerrero esforzado pero torpe sin
remedio en el manejo de la retórica. Catilina quedó resentido por el resultado;
fue sin la menor duda enemigo personal del advenedizo Cicerón, pero es mucho
más dudoso que lo fuera de la ciudad de Roma. De hecho, había anunciado que
volvería a presentar su candidatura al consulado el año siguiente.
Es posible que Cicerón
se inventara desde el principio la conspiración de Catilina. Este se había
ausentado aquel verano de la ciudad junto a un grupo de partidarios, y corrió la
voz de que reunía un ejército. Se hizo un registro preventivo en la casa de uno
de sus amigos, y se encontraron armas. Él dijo que siempre habían estado allí, era
un entusiasta, un coleccionista. Cicerón reunió, sin embargo, pruebas fehacientes
de la conjura: se las proporcionó un grupo de galos recién llegados a Roma para
comerciar y que dijeron haber sido tanteados por Catilina para un complot que
incluía el incendio de la capital, el saqueo de los templos y las mansiones de
los ricos, y el asesinato de una lista de personas influyentes, entre las que
se contaba el propio Cicerón.
Los floridos
gorjeos de la acusación a Catilina en el senado (Quousque tandem, Catilina, abutere patientia nostra, etc.) nunca
fueron declamados de ese modo. Cicerón retocó a posteriori sus discursos para
una “edición” destinada al público, mucho más esmerada gramaticalmente que veraz.
Era el instrumento con el que pretendía pasar a la posteridad en modo heroico.
Pasó.
Muchos “conjurados”
fueron apresados en sus casas y ejecutados sumariamente, sin juicio previo y
sin derecho a defenderse. El cónsul en ejercicio hizo valer la premura
extraordinaria de la cuestión, dado el peligro inminente que se cernía sobre
Roma. Catilina, huido, reunió en efecto un ejército y fue derrotado y muerto en
acción de guerra por las tropas consulares. No fue Cicerón quien mandó a la
legión vencedora (su manejo en el campo de batalla era muy inferior a su
habilidad forense), y su colega cónsul se excusó de hacerlo alegando un dolor
de pies. Fue un lugarteniente el encargado de cumplir el expediente en la ocasión.
Cicerón tenía lo
que había deseado, una medalla que colgarse como salvador de la república. Es
opinión unánime entre los modernos, pero también entre los antiguos, que fue
demasiado lejos en el intento de explotar su éxito. Escribió un largo poema en
el que, relata Beard, «un cónsul sobrehumano debate con el Senado divino en el
monte Olimpo la manera de manejar la conjura de Catilina.» El poema incluye un
verso memorable: O fortunatam natam me
consule Romam, “oh cuán afortunada la Roma nacida siendo yo cónsul”.
El poema provocó
rechiflas, el ex cónsul fue condenado al destierro por abuso de poder al
ordenar la ejecución de ciudadanos sin darles derecho a defenderse, y su
estrella política declinó. Pero no cabe duda de que su manejo de los asuntos
públicos creó escuela. Así lo indican, y es solo un ejemplo, los sucesos
recientes en Turquía, donde Recep Tayyip Erdogan impuso la misma urgencia
expeditiva para despachar una conspiración cuyos alcances e implicaciones nunca
se intentó acotar ni aclarar.
(1) Mary BEARD, SPQR. Una historia de la antigua Roma. Crítica,
2016. Traducción de Silvia Furió.