El gobierno
británico de Theresa May va a obligar a las empresas a declarar el número de extranjeros
a los que dan empleo. La idea se plantea como una medida de presión, y lo que
se trata de evitar es que un inmigrante ocupe un puesto de trabajo que podría
desarrollar un ciudadano británico. También se tiene intención de restringir la
matriculación de estudiantes extranjeros en las universidades. Solo los «más
brillantes y mejores» accederán al privilegio de estudiar en las aulas
británicas a partir de la desconexión con la Unión Europea, prevista para marzo
de 2017.
Han pasado muy
pocos años desde que se derribó el muro de Berlín y cayó el denominado “telón
de acero”, y no paramos de levantar nuevos muros, solo que ahora no son considerados
ominosos, y se tiene buen cuidado de utilizar nombres distintos para
designarlos. (No siempre; ahí está el muro muy físico y disuasorio que Donald
Trump amenaza con levantar, si es elegido presidente en noviembre, a lo largo
de toda la frontera de Estados Unidos con México.)
La globalización imparable
de los mercados de capitales implica la libre circulación de las mercancías y
la radicación libérrima de las empresas bajo banderas de conveniencia allá
donde encuentran legislaciones amigables para aliviar sus obligaciones
fiscales; pero de forma paradójica, bajo el nuevo paradigma cada vez son mayores
las restricciones a la circulación de las personas. Ahora resulta que van a ser
patrimonio exclusivo de la nación, no ya los medios de
producción, atrincherados en el sancta sanctorum de la propiedad privada, ni la riqueza
material que dichos medios generan, que es una riqueza transnacional e
ilimitada; sino la designación de las personas que han de ocupar los puestos de
trabajo.
El mismo Estado que
ha renunciado a buena parte de sus viejas prerrogativas en el campo de la
economía, a fin de poner en manos del capital privado la generación de empleo
inyectándole dineros públicos recaudados predominantemente de las rentas del
trabajo, ahora se dispone a retomar las riendas en la precisa cuestión del
trabajo. No para establecer garantías contra los abusos del dador de empleo en las
condiciones laborales en el interior de la empresa, conviene aclararlo. La
organización interna de la producción seguirá siendo un ámbito exclusivo de la
privacidad del empresario. Lo que será público en cambio, y se exigirá
rendición exacta de cuentas sobre ello, será el derecho preferente de la nacionalidad
propia sobre todas las restantes, en la composición de la fuerza de trabajo
asalariada. Ningún puesto de trabajo susceptible de ser ocupado por un nacional
podrá ser ocupado por un inmigrante.
Pasa en Gran
Bretaña, pero también en Hungría, en Polonia, en otros lugares con otras formas
sutilmente diferenciadas en el detalle pero coincidentes en el fondo. También
en España, con tintes sofocados de racismo y de sexismo. Así viene a
deshilacharse la explosión de libertad que representaron en su día el derribo
del Muro por antonomasia, y el sueño de la unidad europea puesto en pie por una
generación de soñadores que supieron ver, más allá de aduanas, de muros y de
alambradas, la igualdad radical de derechos entre personas de raza, sexo, cultura,
religión y condición social diferentes.