Dario Fo, nobelizado
en 1997, falleció el mismo día que la Academia sueca anunciaba la concesión del
mismo galardón superfluo a Bob Dylan. Es bueno que la Academia no se dé una
importancia excesiva a sí misma, y emprenda de vez en cuando esas excursiones
por los márgenes inesperados de la Literatura (con mayúscula) concebida como objeto
de estudio académico. A Bob Dylan (Blowin’
in the wind, The times are a-changing) lo escuchábamos con rabia interna y con
recogimiento comunal cuando teníamos veintipocos años y buscábamos símbolos que
expresaran nuestra disconformidad profunda con lo que estaba ocurriendo a
nuestro alrededor. También escuchábamos a Georges Brassens y a Raimon, dos
figuras enormes de la poesía musicada (toda poesía lleva música dentro, algunos
tienen el don de hacerla aflorar al exterior), uno de las cuales ya seguro no
recibirá el Nobel, y el otro es del todo improbable que llegue a recibirlo, a
la vista de las circunstancias concomitantes del galardón.
No tiene mucha
importancia, en todo caso. El Nobel no da ni quita méritos, solo supone
publicidad y seguramente un incremento sustancial de ventas. A Raimon le
vendría muy bien, seguro, una caja de resonancia semejante para una obra
exquisita pero bastante desconocida en los mentideros culturales
internacionales. A Tonton Georges, en cambio, le habría sentado como una patada
en los mismísimos la concesión del Nobel, si hemos de juzgar por lo que
escribió acerca de un reconocimiento oficial bastante equiparable, en una
canción que nunca llegó a cantar en público: La Legion d’Honneur ça pardonne pas.
El problema, y así lo expresa Brassens, es que
el entorno mediático se apresura a fagocitar lo que tiene de original y de
rebelde la obra de un premiado, de cualquier premiado, y a situarlo en la perspectiva
“imperecedera” de un canon secular que solo varía milimétricamente con la
inclusión del nuevo nombre. Fo no cambió de actitud después de 1997; pero los
demás lo empezaron a ver de otra manera más refinada, menos bufonesca. Había
abierto brecha, se podía contar con él en el diseño estratégico de una galería
de grandes hombres del futuro.
Con Bob Dylan
pasará lo que haya de pasar, pero es obvio que tanto su arte como su
trayectoria se sitúan hoy en coordenadas bastante diferentes de lo que significaron hacia 1965, y que tampoco ha
sido “aquel” Dylan el reconocido ahora con el aplauso de los académicos suecos.
En cuanto a Philip
Roth y Haruki Murakami, los dos Poulidor de la competición, sin duda volverán
a ver inscritos sus nombres en la lista corta de los candidatos a la próxima
edición del premio. Aprovechen para leerlos ahora; que no les pille de sorpresa
si luego, cualquier año, les toca por fin la lotería que tan esquiva les va
resultando.