viernes, 28 de octubre de 2016

POR UNA CULTURA POLÍTICA DE LA DIFERENCIA


De estar todavía entre nosotros el viejo galápago Giulio Andreotti, sin duda habría repetido el escueto diagnóstico sobre la calidad de la política española que emitió allá por los años ochenta del siglo pasado: «Manca finezza.» Falta sutileza. Lo podemos advertir una vez más en el soporífero nuevo debate de investidura. Estamos en una política de unanimidades a escoplo; se echa de menos una cultura de la diferencia y, para precisar más, una cultura del respeto a la diferencia. Nuestras verdades son las del barquero, nunca van más allá de la obviedad; y nuestro adagio favorito sigue siendo «Al pan pan y al vino vino», donde el pan es pan de tahona, de miga compacta y corteza espesa y difícil de roer; y el vino, de taberna y a granel. El debate político ignora con deliberación las diferenciaciones y esfumaturas (empleo una palabra italiana que me parece más sugerente y conceptualmente rica que “matices”; hay pocos matices en la voz “matiz”) que otorgan cotas de calidad más satisfactorias a otros panes y vinos que sin embargo estaban a nuestra disposición. Padecemos una España integrista del pan duro y el vino agrio de siempre, a machamartillo. Y así nos va.
La batalla del Congreso de los diputados se está librando en orden cerrado, con masas compactas de tropas que evolucionan a la voz de mando y chocan frontalmente. La disciplina cuartelera es imprescindible y la aritmética del voto decide en último término, porque el vencedor en el envite se lleva la puesta completa. Pero el resultado final de la contienda no se va a decidir en esta sede, sino en un territorio disperso en el que las formaciones enfrentadas, o no van de uniforme, o lucen uniformes de colores variopintos; donde las alianzas son flexibles y mudables, y las superioridades numéricas se hacen y se rehacen sin cesar en el momento de jugarse cada nueva baza. Las diferencias cuentan, y sería simplemente sensato tenerlas en cuenta en el momento de formular propuestas y programas, incluso en el momento de afrontar votaciones decisivas. Salvar a España de golpe y porrazo con un voto compacto de abstención en el Congreso es entelequia, como también lo es erigirse en representante legítimo de un supuesto voto del 90% de los de “abajo”, contrario radicalmente al dominio de la “casta” del 10% restante. El objeto de la política son en último término las personas, y no las masas; las realidades, y no las ideologías.