Nos encontramos en
el umbral de la cuarta revolución industrial, y es lógico pensar que el empujón
tecnológico variará las coordenadas de la llamada cuestión social y resituará a
los actores – oferentes y demandantes de empleo – en distintos escaques de un
tablero global que posiblemente no tenga ya ni dos ni tres dimensiones sino
cuatro, en consonancia con el epígrafe 4.0 que vamos a añadir, orgullosos, a
nuestra industria.
Pero hay flecos que
escapan a esa presuposición inicial. La capacidad de arrastre de la locomotora
tecnológica es, en principio, limitada. Hay datos que no entran en la ecuación,
tales como la población mundial – claramente excesiva para los defensores y sostenedores
del darwinismo social – y los niveles educativos, que solo permitirán la
inclusión en la nueva Gran Sociedad (enseguida vuelvo al significado de este
término) a quienes rebasen un listón colocado muy arriba, y excluirán sin
remedio a todos los que carezcan del kit de
conocimientos imprescindibles para moverse con cierta destreza en el internet
de las cosas y el de los servicios.
El problema no es
tal para espíritus cimeros como Friedrich August von Hayek, que consideraba
cosas tales como la solidaridad y la justicia social “atavismos” supervivientes
de las épocas en las que la humanidad se reducía a bandas aisladas de
cazadores-recolectores, y no les veía sentido ninguno en una sociedad de “hombres
libres” que interactúa bajo las leyes inmutables y conocidas de todos que rigen
los avatares del Mercado. A esa regulación deshumanizada e imperturbable la
llamó Hayek “catalaxia”. Y la Gran Sociedad, o “sociedad abierta”, es esa
disposición social regida por la catalaxia en la que cada individuo “libre” mira
exclusivamente por sí y por sus propios intereses, porque esas son las reglas y
cualquier intento de cambiarlas o de suavizarlas solo genera disturbios y
emborronamientos de la severa justicia de la distribución de la riqueza a
través del mercado, que da a cada cual, sin sentimentalismos engorrosos, lo que
ha merecido.
La Gran Sociedad de
Hayek presupone (pero silencia) la existencia de una “pequeña sociedad” (lo
pongo adecuadamente en minúsculas) que no participa de los beneficios
ponderados de la distribución. Viene a ser como un Casino con el derecho de
admisión reservado. El propio Hayek se entretiene en comparar la competición de
todos contra todos que se desarrolla según las reglas del mercado con un
espíritu deportivo y de juego (ver “El atavismo de la justicia social”,
accesible en internet). Se gana o se pierde, por habilidad, por conocimiento o
por simple suerte; pero, a menos que alguien haga trampa, nadie puede ni debe
quejarse de sus pérdidas o estimar que merecía una retribución mayor de la que
ha obtenido, porque las reglas del juego estaban fijadas de antemano y eran
conocidas por todos.
Del mismo modo, la
Industria 4.0 esconde la realidad de que no se instala en el vacío, sino que
forma el ápice, el extremo superior de una cadena muy larga de valor en la que se
incluyen escalones tecnológicos anteriores y situaciones de hecho muy diversas,
unas legales, otras paralegales y otras decididamente ilegales aunque amparadas
por el silencio administrativo. La punta tecnológica no arrastra toda la cadena
de vagones, sino que da por supuesta la recogida de beneficios de unos a partir
del sudor de otros cuya retribución no irá acorde con el valor incorporado al producto
final, sino con la explotación directa y concreta del “esto es lo que hay, lo
tomas o lo dejas”.
En las condiciones
de la fábrica llamada fordista, que no eran idílicas, el trabajo poseía al menos un lugar propio, un método
establecido y una cualificación reconocible. Las externalizaciones, las
subcontratas y los distintos procesos de trabajo a domicilio, a llamada,
cooperativo y otros, han dinamitado la situación anterior. Ahora el problema no
consiste solo en mejorar el movimiento de las piezas del juego, sino en
identificar el nuevo tablero y tratar de consolidarlo frente a los intentos
pertinaces de quienes, desde su autoridad reconocida o camuflada, manejan el
cotarro cambiando las reglas a cada minuto, y declarando nulo cualquier
movimiento que no les agrada.
Eso es lo que hace
tan difícil el imprescindible repensamiento del sindicalismo en la nueva
situación. Como ha señalado el jurista italiano Umberto Romagnoli en un
importante artículo reciente, «el modo de producir en la fábrica fordista [se impuso]
además como un modo de pensar, un estilo de vida, un modelo de organización de la
sociedad en su conjunto.» El nuevo paradigma productivo, por el contrario, no
abarca a la sociedad en su conjunto, sino que abandona a su suerte a los que
considera menos aptos (y cada vez son más, numéricamente hablando). Nos obliga
a elegir entre la catalaxia, moderna y excluyente, y la solidaridad, atávica e
inclusiva.