martes, 11 de octubre de 2016

EL JUEGO DE LA EXCLUSIÓN


Nos encontramos en el umbral de la cuarta revolución industrial, y es lógico pensar que el empujón tecnológico variará las coordenadas de la llamada cuestión social y resituará a los actores – oferentes y demandantes de empleo – en distintos escaques de un tablero global que posiblemente no tenga ya ni dos ni tres dimensiones sino cuatro, en consonancia con el epígrafe 4.0 que vamos a añadir, orgullosos, a nuestra industria.
Pero hay flecos que escapan a esa presuposición inicial. La capacidad de arrastre de la locomotora tecnológica es, en principio, limitada. Hay datos que no entran en la ecuación, tales como la población mundial – claramente excesiva para los defensores y sostenedores del darwinismo social – y los niveles educativos, que solo permitirán la inclusión en la nueva Gran Sociedad (enseguida vuelvo al significado de este término) a quienes rebasen un listón colocado muy arriba, y excluirán sin remedio a todos los que carezcan del kit de conocimientos imprescindibles para moverse con cierta destreza en el internet de las cosas y el de los servicios.
El problema no es tal para espíritus cimeros como Friedrich August von Hayek, que consideraba cosas tales como la solidaridad y la justicia social “atavismos” supervivientes de las épocas en las que la humanidad se reducía a bandas aisladas de cazadores-recolectores, y no les veía sentido ninguno en una sociedad de “hombres libres” que interactúa bajo las leyes inmutables y conocidas de todos que rigen los avatares del Mercado. A esa regulación deshumanizada e imperturbable la llamó Hayek “catalaxia”. Y la Gran Sociedad, o “sociedad abierta”, es esa disposición social regida por la catalaxia en la que cada individuo “libre” mira exclusivamente por sí y por sus propios intereses, porque esas son las reglas y cualquier intento de cambiarlas o de suavizarlas solo genera disturbios y emborronamientos de la severa justicia de la distribución de la riqueza a través del mercado, que da a cada cual, sin sentimentalismos engorrosos, lo que ha merecido.
La Gran Sociedad de Hayek presupone (pero silencia) la existencia de una “pequeña sociedad” (lo pongo adecuadamente en minúsculas) que no participa de los beneficios ponderados de la distribución. Viene a ser como un Casino con el derecho de admisión reservado. El propio Hayek se entretiene en comparar la competición de todos contra todos que se desarrolla según las reglas del mercado con un espíritu deportivo y de juego (ver “El atavismo de la justicia social”, accesible en internet). Se gana o se pierde, por habilidad, por conocimiento o por simple suerte; pero, a menos que alguien haga trampa, nadie puede ni debe quejarse de sus pérdidas o estimar que merecía una retribución mayor de la que ha obtenido, porque las reglas del juego estaban fijadas de antemano y eran conocidas por todos.
Del mismo modo, la Industria 4.0 esconde la realidad de que no se instala en el vacío, sino que forma el ápice, el extremo superior de una cadena muy larga de valor en la que se incluyen escalones tecnológicos anteriores y situaciones de hecho muy diversas, unas legales, otras paralegales y otras decididamente ilegales aunque amparadas por el silencio administrativo. La punta tecnológica no arrastra toda la cadena de vagones, sino que da por supuesta la recogida de beneficios de unos a partir del sudor de otros cuya retribución no irá acorde con el valor incorporado al producto final, sino con la explotación directa y concreta del “esto es lo que hay, lo tomas o lo dejas”.
En las condiciones de la fábrica llamada fordista, que no eran idílicas, el trabajo poseía al menos un lugar propio, un método establecido y una cualificación reconocible. Las externalizaciones, las subcontratas y los distintos procesos de trabajo a domicilio, a llamada, cooperativo y otros, han dinamitado la situación anterior. Ahora el problema no consiste solo en mejorar el movimiento de las piezas del juego, sino en identificar el nuevo tablero y tratar de consolidarlo frente a los intentos pertinaces de quienes, desde su autoridad reconocida o camuflada, manejan el cotarro cambiando las reglas a cada minuto, y declarando nulo cualquier movimiento que no les agrada.
Eso es lo que hace tan difícil el imprescindible repensamiento del sindicalismo en la nueva situación. Como ha señalado el jurista italiano Umberto Romagnoli en un importante artículo reciente, «el modo de producir en la fábrica fordista [se impuso] además como un modo de pensar, un estilo de vida, un modelo de organización de la sociedad en su conjunto.» El nuevo paradigma productivo, por el contrario, no abarca a la sociedad en su conjunto, sino que abandona a su suerte a los que considera menos aptos (y cada vez son más, numéricamente hablando). Nos obliga a elegir entre la catalaxia, moderna y excluyente, y la solidaridad, atávica e inclusiva.