La revista Nous Horitzons ha celebrado con un
número especial los ochenta años de la fundación del PSUC, el Partit Socialista
Unificat de Catalunya. El número lleva por título «PSUC, el millor partit de
Catalunya». No es, desde luego, el mejor título posible. Por varias razones, la
principal de las cuales es que el PSUC – como tal – ya hace años que dejó de
existir. Difícilmente puede aceptarse que “lo mejor” haya carecido de la
consistencia necesaria para mantenerse en el tablero político. Un reparo apuntado
por Enric Juliana, en su ponderado parlamento en la sala Martí l’Humà del
MUHBA: el PSUC fue posiblemente el mejor partido catalán en ciertos momentos puntuales
de su trayectoria, pero también fue el peor en otros muy señalados. Convendría,
en el cómputo global, no practicar lo que Gramsci llamó “boria di partito”, y
ceñirse con mayor rigor a lo que exigía el dirigente sardo: “fatti concreti”.
El índice de la
revista, y el contenido de buena parte de sus aportaciones, las que evitan tanto
la vanilocuencia como el narcisismo, indican hasta qué punto el PSUC fue capaz
de insertarse en el tejido social y cultural de Catalunya, y de activar un buen
número de iniciativas, de movimientos y de reivindicaciones en todas las
direcciones de la rosa de los vientos. Tuvo las características de un gran
animador social y cultural, mejor aún, de un catalizador de potencialidades que
de otro modo habrían quedado sin la proyección y la presencia ciudadana que
merecían. Fue también un punto de encuentro para muchas inquietudes, y una
escuela de política que reunió en algún momento de sus trayectorias a “extraños
compañeros de cama”, personas con ideologías y ambiciones muy diferentes e
incluso contradictorias.
Como partido
político, el PSUC de la etapa democrática fue un fracaso en sordina. Hubo una
incapacidad mayúscula para establecer una síntesis capaz de imprimir una
dirección precisa y predeterminada a todo (y era mucho) lo que se movía. La Dirección
siempre fue un conglomerado de piezas heterogéneas y mal ajustadas, que ludían
entre ellas de forma destemplada. Se sucedieron las escisiones y los abandonos.
Siempre hubo varias almas dentro de una misma organización, nunca una unidad de
propósito ni una aspiración a la hegemonía, palabra consabida que se menciona
en no pocas ocasiones en el número de Nous
Horitzons, sin ton ni son, nunca en el difícil sentido gramsciano de la
palabra. (En esa carrera, en democracia, el pujolismo y el maragallismo llevaron
siempre muchos cuerpos de ventaja a la gente del PSUC). Las hechuras del traje
de Príncipe moderno le quedaron desmesuradamente grandes. Y en la publicitada
dicotomía de “partit de lluita i de
govern”, obtuvo éxitos parciales (poco reconocidos en sectores del interior
mismo de la organización) en el apartado de la lucha, y pasó desapercibido –
ostentosamente desapercibido, disculpen el oxímoron – en la faceta de partido
de gobierno. No ha dejado en este último apartado ninguna huella reconocible,
ninguna herencia.
En todo caso, tiene
sentido el homenaje a lo que mucha gente del PSUC significó realmente en la
vida catalana durante varias décadas cruciales. No es una objeción el hecho de que
se trate de un homenaje preñado de nostalgia por lo que “pudo haber sido y no
fue”, y bastante tardío. Dicen que más vale tarde que nunca.