Luis Enrique
Martínez ha anunciado que dejará el banquillo del Barça el próximo verano. Casi
al mismo tiempo, Marie Collins ha abandonado la comisión vaticana sobre la
pederastia eclesial. Ningún parecido entre los dos casos, salvo en el sentido
de que ambos se han referido, para argumentar su actitud, a la necesidad interna de seguir
siendo fieles a aquello en lo que creen.
No voy a entrar en
la cuestión del Barça, más allá de la constatación de que existe también aquí
una curia a la que se ha encomendado la Doctrina de la Fe; en este caso, la fe
en un concepto deportivo y un modelo de estructuración de las secciones del
deporte base que buscaría la excelencia incluso más allá de la victoria. Lo que
haya de cierto en este planteamiento bastante grandilocuente, y la brecha que
haya podido abrirse entre la doctrina y las convicciones personales de los
entrenadores concretos del primer equipo, lo dejo en manos de teólogos de la
cosa tan solemnes siempre como habitualmente inanes, estilo Ramón Besa.
El caso de Marie
Collins, que me cae personalmente más lejos, me parece ontológicamente más importante
y, sobre todo, desgarrador. Católica, abusada sin escrúpulo precisamente porque
lo era, con hincapié particular en sus creencias que le imponían obediencia y
respeto a su abusador, ha emergido de un largo infierno personal y ha batallado,
sostenida por la misma fe que la perjudicó, contra los abusos eclesiales. Hasta
ayer formaba parte de una comisión vaticana contra la pederastia presidida por
Sean O’Malley, franciscano y obispo de Boston.
Abandona la
comisión, pero no su batalla personal. Señala el entorpecimiento malicioso y
constante de sectores de la curia a sus trabajos, como el elemento determinante
de su decisión. Y también algo más, tan sintomático como íntimamente doloroso: no ha
conseguido concretar, desde 2014, una entrevista personal para tratar estas
dificultades con el papa Gabaglio. Alguien, mediante un abanico amplio de
procedimientos y de recursos, ha cegado los canales de comunicación que en
principio se suponían abiertos.
La dimisión de
Marie Collins y la puesta en entredicho de la persona misma del papa, son
síntomas profundos del mal funcionamiento de una institución que para perdurar
necesita presentarse ante el mundo como ejemplar. Quienes están
poniendo trabas al funcionamiento de la comisión O’Malley lo hacen seguramente
por motivos altruistas, y no por tapar sus propios vicios. Pero la propagación
del mensaje del Evangelio pierde credibilidad en la medida en que se ocultan
debajo de la alfombra ciertos problemas, adyacentes pero para nada secundarios.
El obispo de Tenerife se ha rasgado las vestiduras delante de una chirigota de
carnaval que incluía a un transexual disfrazado de Virgen Dolorosa. Es adecuado pedir respeto para los
símbolos sagrados, pero no lo es omitir el respeto debido – más sagrado todavía
– a las víctimas de aberraciones respecto de las cuales la propia iglesia en
tanto que institución debe reconocer y asumir su responsabilidad. Donde el Evangelio
habla de una rueda de molino atada al cuello del escandalizador para arrojarlo
al mar, no caben paños calientes, medias tintas, componendas ni efugios.