Estamos todos aproximadamente
de acuerdo en que las coordenadas del mundo, tal como nos habíamos acostumbrado
a conocerlo y a evaluarlo, han cambiado sustancialmente. Los puntos cardinales
que nos servían de referencia ya no señalan ningún territorio, o lo indican de
forma condicionada y ambigua. Todo obedece a un cambio copernicano en la
perspectiva económica. La idea de que el egoísmo individual de los actores que
concurren al mercado global de bienes y servicios es, por paradoja, la mejor
garantía de la máxima satisfacción de todas las partes intervinientes, ha tenido
en las modernas sociedades postindustriales el efecto balsámico de la tópica
luz al final del túnel. Basta, desde la introducción de tan salvífica idea, con
que cada cual se aferre a sus propios intereses privados, y todo lo demás le será
dado por añadidura. Esa, al menos, es la doctrina oficial.
La política se está
mostrando incapaz de corregir el rumbo emprendido por la economía. Muy al
contrario, se observa un mimetismo acusado en la forma de abordar los problemas
políticos, respecto de los económicos. El Estado ha renunciado de buen grado a
una gran parte de su antigua soberanía, y los partidos políticos, para no ser
menos, renuncian a la defensa y representación en las instituciones de sectores
específicos de la sociedad, y buscan en cambio una transversalidad
uniformizadora. Se entiende de algún modo que ya no hay clases sociales, ni en
consecuencia intereses contrapuestos en el seno de la sociedad. Es el mercado con
sus leyes inmutables quien premia a los más diligentes y penaliza a quienes han
hecho un movimiento erróneo. La igualdad es una mera suposición teórica en
relación con las posiciones de partida de una inmensa clase media que nos abarca
a todos; la desigualdad sobrevenida en el proceso, la mera consecuencia de los
méritos y los deméritos relativos de los participantes. Esta forma de ver las
cosas genera un gran inmovilismo y una feroz resistencia al cambio.
Se reconocen, desde
luego, algunas desigualdades de partida, aunque no en la clase. El género significa
una brecha social consistente y un fuerte agravio comparativo. Algunos lo
niegan; un eurodiputado polaco sostiene que toda la explicación está en el
hecho de que las mujeres tienen una capacidad intelectual menor que los
varones. No obstante, su postura es desmentida por los hechos de cada día; no
hace falta recurrir a Madame Curie. Y si hay mujeres capaces de desempeñar el
mismo trabajo que compañeros varones con el mismo grado de competencia, es injustificable
desde una perspectiva racional que el salario sea en cambio consistentemente
desigual entre unos y otras.
Pero esa
desigualdad es asimismo transversal, ajena a la clase. Todos los partidos se
posicionan en contra de la desigualdad de género (no todos luchan con el mismo
ardor por corregirla, sin embargo). Algo parecido ocurre con los marginados de
nuestras sociedades de amplias clases medias: los inmigrados, los nuevos
parias. La ciudadanía, una categoría en principio inclusiva, se convierte en su
caso en argumento excluyente. Los no ciudadanos no pueden tener los mismos
derechos que quienes sí lo son. La operación masiva emprendida por Trump en su
país es paradigmática, pero nuestras autoridades también han sido Trump, en una
escala menor, en muchas ocasiones.
Más inquietante es
la deriva creciente del cortoplacismo desde la perspectiva económica hacia la
política. Si en aquella la tendencia general es la de la inmediatez del proceso
estímulo/respuesta (para el caso, inversión/retribución), en política cobran
cada vez más importancia las ventanas de oportunidad, los aprovechamientos electorales
(electoralistas) de movimientos de humor generalizados. Los programas de
medidas de gobierno tienden a adelgazarse, en tanto que se multiplican los
motivos puntuales de confrontación en la campaña, las prioridades de usar y
tirar. Del mismo modo que tenemos una economía “de casino”, también la política
frecuenta la mesa de juego y allí se reparten cartas, se hacen apuestas, el
ganador se lleva el bote y se vuelve a barajar.
Sería necesario
detener esta carrera hacia la relevancia política de lo efímero: programas, políticas,
prioridades, líderes incluso, efímeros. El electorado se convierte en
espectador de un torneo de tenis disputado sin dar respiro: ahora la pelota
está en un campo, ahora en el otro. Los intereses sustanciales de las personas
concretas, su trabajo, su ocio, su bienestar, lo que antes eran los objetivos
centrales y permanentes de la política, se emborronan y se difuminan percibidos
a la actual vertiginosa velocidad de crucero.
Pero no hay ningún
punto de llegada, ninguna dirección. Tanto traqueteo se agota en sí mismo.