Decía hace ya algunos
años Manuela Carmena que, dentro de los parámetros de su generación (que es la
mía), se consideraba afortunada en su relación de pareja, aunque con algún
matiz: «[Eduardo] siempre admiró mi capacidad profesional, respetó mucho mi vocación.
Otra cosa es que lo de lavar los platos siempre pensó que era mejor que lo
hiciera san Isidro.» (1)
Posiblemente la
alusión al santo resulte enigmática para las generaciones más jóvenes, poco familiarizadas
con nuestro santoral. Isidro, labrador y santo patrono de Madrid, tenía la
costumbre inveterada de postrarse de rodillas a cualquier hora del día para
orar al cielo con fervor extático. Halagado por tanta piedad, pero precavido ante
los resultados previsibles de un ejercicio tan drástico de la misma, el Señor
le escuchaba complacido desde las alturas, pero al mismo tiempo enviaba a un
par de ángeles de servicio para que empuñaran el arado y roturaran el campo,
sembraran y/o cosecharan.
Ese síndrome de san
Isidro lo hemos tenido a mansalva los varones de mi quinta. En la sociedad en
la que vivíamos, se daba por descontado que estábamos exentos de fajina. Ayer,
de forma incidental en la escritura de un post políticamente poco correcto,
señalaba los cuatro ámbitos en los que transcurría antes la vida de las
personas, en forma de doble contraposición: el lugar de trabajo, marcadamente
viril, frente al hogar, exclusivamente femenino; y el templo, frecuentado por
una parroquia predominantemente mujeril,
frente al burdel, reservado a los caballeros de posibles.
Fuimos educados y
entrenados de forma exhaustiva en esas divisiones. Mi madre nunca me dejó pisar
la cocina de casa, salvo que fuera allí para llevar alguna noticia o para picar
algo en la nevera (picar de la nevera era prerrogativa varonil, terreno de
conquista; de ninguna manera un desdoro para nuestra masculinidad). Las reivindicaciones
feministas hubimos de asumirlas en tiempo real, a medida que empezaban a
expresarse en nuestro entorno con la aparición de grietas cada vez más marcadas
en el bloque granítico del franquismo sociológico.
No estuvimos
demasiado diligentes en la tarea. Lo ha expresado así Cristina Almeida (tomo la
cita del mismo libro ya reseñado antes): «Nunca había visto planteada en mi
gente, en mis gloriosos camaradas, en mi Partido, en todas las cosas, no había
visto planteada esa cuestión de género. Y daban por supuestas todo ese tipo de
desigualdades sin cuestionarlas. Por lo tanto, para mí aquel día nació un
cuestionamiento global del modelo político, del modelo de militancia, de muchas
cosas, y se contaminó todo mi compromiso con el compromiso de la lucha feminista.»
No sé decir si las
cosas están ahora algo mejor, o algo peor que entonces. Hay seguramente más
conciencia feminista en muchos varones; hay también una hostilidad mucho más
marcada, en otros ámbitos. Es evidente que el machismo tosco no ha remitido. Con
todo nuestro síndrome isidril a cuestas, a los hoy setentones jamás se nos
habría ocurrido llamar “feminazis” a las defensoras de determinadas
reivindicaciones.
La línea de solución
de unos problemas en los que nos jugamos entre todas/todos una libertad plena y
compartida, la veo en la ruptura con las estructuras de género en los cuatro grandes
ámbitos citados, a saber: feminización del lugar de trabajo, masculinización
del hogar familiar, y desaparición de la iglesia y el burdel del horizonte
social. Me refiero con esta última propuesta a que, si bien cada cual seguirá disfrutando
de libertad para frecuentar el templo o la mancebía, es necesario eliminar las
normativas sesgadas que se imparten desde los dos ámbitos sobre las formas más adecuadas
de ser hombre y de ser mujer.
Un ejemplo muy
claro de por dónde no deben ir las cosas lo tenemos en la estúpida campaña de
los autobuses de Hazte Oír.
(1) Citado en I.
Díaz, J.G. Alén y R. Vega, Cristina,
Manuela y Paca. Península 2017.