Los diarios de hoy lunes
publican en lugar destacado una dura nota de la Asociación de la Prensa de
Madrid, que preside Victoria Prego, para denunciar la campaña de amedrentamiento
y amenazas que está llevando Podemos en contra de periodistas críticos con sus
posiciones.
Hay algo raro en la
nota, sin embargo. Se define con precisión al agresor, Podemos, en la persona
de su líder Pablo Iglesias, de sus órganos colectivos de dirección y de su
entorno inmediato. Se señala que los ataques a periodistas se vienen
produciendo desde hace más de un año, de la forma siguiente (la cita es
literal): «en sus propias tribunas, en reproches y alusiones
personales en entrevistas, foros y actos públicos, o directamente en Twitter.»
Sin embargo, existe una diferenciación nada sutil entre
la expresión libre de la discrepancia, tan reconocida por la Constitución para
el ciudadano como para el periodista, y que suele ser acalorada en nuestras
latitudes, y, en el otro lado de la línea roja, el delito de “amedrentamiento y
amenazas”, propio más bien de una organización mafiosa.
¿Qué cotas ha alcanzado la escalada verbal de Podemos
contra sus críticos? ¿Qué cotas previas habían alcanzado las críticas de los
periodistas contra las actuaciones de Podemos? ¿Fueron correctos los
comentarios periodísticos, o por el contrario, susceptibles de ser incursos en
una ley de libelo? Tenemos en este país una llamada “ley mordaza”, contra la cual
de seguro la APM lucha incansablemente a diario. Pero no es Podemos el partido
que ha impulsado y hecho aprobar esa ley. ¿No será el fondo del problema que se
está intentando colocar una mordaza extra a Podemos?
Si los intercambios dialécticos entre periodistas
críticos y políticos podemitas destacados han sido, a lo que parece, públicos,
antes de inclinarnos por una u otra parte, no estaría mal deslindar quién se
mostró en la refriega más intolerante, energuménico y amenazador. No hay
constancia de tal extremo en la nota condenatoria de la APM, ni alusión ninguna
a las responsabilidades de los periodistas, que se benefician de una resonancia
mediática inalcanzable para el ciudadano común, en relación con lo que han
escrito o declarado.
Y hay otro extremo que induce a la sospecha. La APM, tan
diligente en señalar con el dedo al agresor, cubre con un manto de anonimato a
las presuntas víctimas. “Una decena” de periodistas “de diversos medios” son
los que han pedido amparo. Parece esencial dar a conocer sus nombres, y los
nombres de los medios en cuestión. Incluso, desde la efectividad concreta del
amparo ofrecido a esos profesionales de la opinión. No da lo mismo, no es el
hecho en sí lo que cuenta en este caso, no se puede reclamar el amparo de un
rinconcito nada más del ordenamiento jurídico, y luego ponerse por montera el
resto. ¿Están Inda, Marhuenda, Losantos y tutti quanti en ese grupito de diez
amparados? ¿Merecen amparo institucional quienes lo han solicitado? ¿Se trata
de periodistas intachables por su comportamiento ético, por el rigor en el
tratamiento de sus fuentes, por la veracidad escrupulosa de sus crónicas, por
el respeto a todas las posiciones del arco parlamentario y extraparlamentario
que concurren legítimamente a la acción política? ¿O bien el amparo con que se les quiere cubrir es un mero manto corporativo, de coleguilla a coleguilla?
Muchos interrogantes y pocas respuestas. De momento, sabemos
que Irene Montero ha pedido una reunión urgente con APM para debatir la
cuestión, toda vez que la asociación de periodistas ha difundido la nota
acusatoria sin haber entrado antes en contacto con la contraparte para
confirmar la veracidad de las alegaciones. ¡Doña Victoria, por favor! Se trata
de un resbalón poco afortunado en una cuestión de procedimiento vital desde el
punto de vista tanto profesional como simplemente democrático; y no, desde
luego, de una menudencia.