Lo digo sin ningún
rubor: yo nunca creí en la posibilidad de una remontada del Barça. Soy
agnóstico, los milagros no existen y la ley de las probabilidades dejaba solo
un resquicio, una fracción ínfima para un resultado favorable. Cierto que los chicos son
magníficos, y todo eso. Y que los jeremías que llevan cinco o seis años
diciendo que se ha acabado el ciclo no causan ninguna grieta en la coraza de mis
convicciones últimas. Estas son que el Barça puede ser en ocasiones el mejor equipo de
fútbol del mundo, pero no todas las semanas, no en todas las competiciones, no
partido a partido y año tras año. Porque eso no puede ser, y lo que no puede
ser es imposible. Alguna vez tiene que perder. Alguna vez ha de quedar
eliminado por otro plantel de jugadores también excelentes.
Eso no quita que
quisiera ver el partido de vuelta contra el PSG. Ya había visto entero el de
ida en París, sin pestañear, sin zapear a otro canal, sin lanzar maldiciones ni
postular que esos figuritas de belén son todos unos sinvergüenzas y unos vagos,
sin gruñir que ninguno de ellos se merece el sueldo que cobra. (En relación con
lo que cobran los futbolistas de elite, no emito juicios de valor. Hay artistas
que cobran una millonada por cuatro pinceladas en un cuadro que ni se entiende
lo que quiere representar. ¿Es justo eso, o es un abuso? ¿Cuál es el precio equitativo
que debe cobrar alguien tan bueno en su oficio que es capaz de sobresalir por
encima de toda la numerosísima competencia?)
Vi en consecuencia
el partido de vuelta, y disfruté mucho a lo largo de la velada pero sin creer
en ningún momento que la remontada, a pesar de que tenía visos de posible, se
haría efectiva a fin de cuentas. Entonces, lo que ocurrió en el minuto 95,
apenas a diez segundos de consumarse el tiempo añadido, fue un tremendo
subidón.
Tampoco me lo creí
entonces, de primeras.
“¿No ha habido fuera
de juego? ¿Va a pitar fuera de juego?”, pregunté (a nadie, al destino) cuando
observé que el guardameta rival agitaba el brazo, en ese gesto casi instintivo
de todos los metas fusilados por un puntapié a bocajarro que reclaman posición
ilegal.
No había fuera de
juego, no se señaló fuera de juego. El marcador mudó para exhibir impertérrito
el improbable 6-1 con el que tantos habíamos soñado, y los jugadores se fundieron
en montón sobre el césped como los naipes de una baraja desparramada sobre el
tapete verde de juego.
No fue el mérito,
no la constancia en la fe. Ambos elementos podían haber sido exactamente
iguales, y sin embargo no haber alcanzado Sergi Roberto con el empeine aquel
balón enviado en parábola por Neymar. O haber tocado el balón con un exceso
imperceptible de fuerza, suficiente para enviarlo por encima del larguero.
No hubo ninguna conjunción
esotérica con ningún destino prefijado por un oráculo. Las cosas ocurren,
simplemente. Hay un componente grande de azar en todo lo que, por el hecho de suceder,
viene con su ocurrencia a desmentir minuto a minuto tantas otras cosas diferentes
que también podían haber sucedido pero quedaron en el limbo de lo inédito. Alea, decían los romanos. Alea jacta est, balón adentro.
El éxito final fue
menos aún consecuencia de un “som i serem” que algunos, el inefable Puigdemont
el primero, se han apresurado a entonar con un orgullo corporativo tanto más
ridículo en el día en que Montull está declarando ante el juez, por el asunto
Palau. No es más que vanidad el buscar una relación entre las glorias
deportivas de un grupo de mercenarios, en el sentido más respetable de la
palabra, y los avatares de la nación que les alberga.
Dicho y sentado
todo lo cual, y rubricado ante notario si preciso fuere, dejo también
constancia de que aquel minuto 95 me supuso un subidón como pocas veces
he sentido.
Veremos qué ocurre
en cuartos de final.