Durante varios años
de mi adolescencia, mi héroe favorito fue Rodolfo Rassendyll, un hijo de la
Inglaterra victoriana, el hombre que fue coronado rey en el lugar de otro y se
sentó en el trono de Ruritania durante tres meses, plazo en el que consiguió
liberar al rey auténtico, prisionero en el castillo de Zenda, para luego alejarse
con discreción del poder. En el cine lo encarnó Stewart Granger, prototipo
de aventurero caballeroso que fue también en la gran pantalla el Allan
Quatermain de Las minas del rey Salomón.
Fueron británicos ensalzadores
del imperio los que suministraron yesca en abundancia a los sueños de gloria de
mi infancia, situada bajo un franquismo alicorto que reivindicaba retóricamente
los laureles de otro imperio fantasmagórico: Rudyard Kipling, el que llegó más
arriba en el escalafón literario (le tocó un Nobel en la lotería); Robert Louis
Stevenson, el más dotado y el más sutil de todos ellos (La isla del tesoro); Henry Rider Haggard, el más visionario (Las minas…); y algunos epígonos tardíos
como P.C. Wren (Beau Geste) o, tal
vez el menos dotado de todos ellos, Anthony Hope, el autor de El prisionero de Zenda.
Mi entusiasmo por
Rassendyll se basaba en el hecho de que suplantaba a un rey y era capaz de
hacerlo – durante un tiempo corto, cierto, pero, de haberlo querido, podía haber
seguido así toda la vida – bastante mejor que el rey titular. Estaba también el
asunto de la princesa Flavia, pero eso para mí tenía mucha menos importancia.
Sospecho que también para el autor. Releí la novela ayer domingo, movido por un
deseo de comprobación rápidamente satisfecho. Se repite en el texto hasta la saciedad
que Flavia era una mujer bellísima; pero no se demuestra. La princesa es más
bien un símbolo de estatus, y nos es permitido sospechar que como mujer no era
para tanto; pero en la Inglaterra literaria del ocaso de la queen Victoria, la majestad de una reina
joven exigía sin excusas el complemento de una belleza radiante.
La aportación más
importante de Flavia a la historia es la siguiente parrafada: «¿Es que el amor
lo es todo? – preguntó, en un tono bajo, dulce, que parecía llevar la paz
incluso a mi atribulado corazón –. Si el amor lo fuera todo, yo te seguiría,
vestida de harapos, si fuera necesario, hasta el fin del mundo, porque tienes
mi corazón en tus manos. Pero ¿lo es todo el amor? – No – respondí.» El
intercambio verbal tiene todo el aire de una coartada vergonzante, para los dos
protagonistas.
Las andanzas de
Rassendyll por una Ruritania de cartón-piedra, descrita de forma muy sumaria,
tienen lugar en compañía de tan solo dos personas que están “en el ajo”: un
militar algo cínico, el coronel Sapt, y un cortesano hábil, Fritz von
Tarlenheim. A lo largo de tres meses el rey impostor no tiene ningún encuentro
con el jefe de su gobierno (lo cual implica que no había una democracia
parlamentaria, de hecho tampoco se menciona jamás un parlamento) ni, más
difícil, con su ministro de Finanzas. Con ningún ministro, de hecho. Todo lo
que hace el rey en ese tiempo es cortejar a su presunta prima, la princesa
Flavia, y pedir al mariscal Strakencz que se haga cargo del orden público en la
capital mientras él está ausente, oficialmente para dedicarse a la caza del
jabalí en los bosques de Zenda. No obstante, todas las personas notables con
las que se cruza alaban sus altas cualidades de soberano. La conclusión a la
que llega el cándido lector es que el oficio de rey es un chollo.
El verdadero
coprotagonista de la novela es Ruperto de Hentzau. Sin él, la historia sería
sosa. Ruperto ejerce el papel de tentador. Admira sinceramente a Rassendyll por
haberse encaramado al trono aprovechando sin escrúpulos la ocasión (de hecho,
Rassendyll sí tiene escrúpulos; y muchos). Le llama “el actor”, y en la primera
conversación a solas entre los dos le dice que ambos son almas gemelas.
Rassendyll se ofende, pero no consigue cortar de raíz la tentación creciente de
instalarse de forma permanente en el trono. Hentzau le explica su plan: debe
atacar de frente el castillo con fuerzas aparatosas, colocando a Sapt y
Tarlenheim en primera línea. Cuando los dos caigan, el propio Hentzau se
encargará desde dentro de hacer desaparecer al rey auténtico (el prisionero) y
de matar al duque Miguel. El castillo se rendirá acto seguido. Quedarán en
Ruritania solo dos personas prominentes que se lo repartirán todo: el rey Rodolfo
impostor, y el duque Ruperto.
El plan es
rechazado con indignación. Triunfan el honor y los derechos dinásticos. Pero en
el combate del puente levadizo Rassendyll tiene en la mira de su pistola a
Hentzau y no dispara (afirma que no puede explicar por qué). Mientras que más
tarde, en el bosque, Hentzau tiene a su merced al impostor, y tampoco da la
estocada decisiva. Los dos antagonistas volvieron a enfrentarse en una secuela
aguachinada, Ruperto de Hentzau, que
subrayó las coincidencias entre ambos pero no aportó nada nuevo al conflicto.
Hay historias
parecidas en la literatura inglesa de la época, y mejor contadas: el bondadoso Jekyll
y el siniestro Hyde, de Stevenson, eran la misma persona y su contrario; el
vagabundeo de Jim Hawkins entre el campamento de los caballeros y el de los
piratas, en La isla del tesoro, es la
descripción de un dilema moral, el de buscar el tesoro por lo legal, o a salto
de mata; Dorian Gray y su retrato, de Wilde, representan el desorden de los
sentidos y su disimulo cuidadoso. La leyenda anónima que atribuye a Jack el
Destripador la personalidad del príncipe de Gales se inscribe en la misma lógica:
la represión del principio del placer en la moral victoriana generaba poderosas
fuerzas destructivas.
Hentzau sirve a
Hope para mostrar que todas las barreras legales y sociales pueden ser
violadas; Rassendyll, para reafirmar la corrección política. En ese “sí pero no”
reside todo el encanto de una novela en la que el lector se adhiere con
fruición al engaño y se identifica con el impostor.