No soy un fan de
las misas televisadas. Si he de decir toda la verdad, tampoco de las otras.
Ocurre en las misas que ya está todo dicho desde el principio, y al oyente
apenas se le deja otro recurso que murmurar “Amén” de cuando en cuando. Oír
misa no resulta emocionante ni glamuroso ni siquiera en la parroquia,
imagínense delante del televisor.
La misa de la 2 ha
sido un recurso socorrido de las residencias de ancianos para tenerlos a todos
reunidos y en estado de revista durante las horas matinales dominicales, a la
espera de que lleguen los parientes con las flores, que no se pueden poner en
el dormitorio, o con los bombones o los pastelitos de crema, prohibidos para las/los
residentes por el colesterol alto, de modo que se los comen las cuidadoras. Las
actividades del domingo se vienen a repartir de forma más o menos equitativa
entre la misa para los pacientes, y las gollerías para el personal médico.
Así ha sido hasta
que Podemos ha pedido la supresión de misas televisadas por una cadena pública costeada
por el contribuyente. La petición tiene su fundamento: los obispos ya reciben
su porción del IRPF y disponen de abundantes frecuencias propias para
evangelizar a los incrédulos e impartir bienes espirituales a manos llenas. Que luego lo hagan, o no, es otra cuestión. En
la 2, a esa hora de los domingos, se podría amenizar la programación con
conciertos de bandas de música autonómicas (por riguroso turno alfabético) o
con documentales científicos, que tienen prácticamente la misma audiencia que
la misa, y que los residentes, que aman Pasapalabra y Sálvame de Luxe, acogerían
con la misma olímpica displicencia, mientras tratan de adivinar si hoy les
traerán bartolillos o bombones de licor, aunque no pueden probar ninguna de las
dos cosas.
Sin embargo, son muchos
los que han juzgado inadmisible e intolerable la propuesta podemita, y las
misas televisadas han subido de pronto a un rating del 21%, nivel hasta ahora
solo asequible para Belén Esteban y para el fútbol en diferido. El trastorno sufrido
por la parrilla ha generado daños colaterales: se ha mantenido la misa, pero en
cambio ha desaparecido el programa de María Teresa y Terelu Campos, que alimentaba
con eficacia las apetencias de comprensión y empatía de la audiencia de más
edad.
Quizás la
permanencia de la misa de la 2 aporte alguna utilidad social como vehículo de
contestación religiosa. Me refiero a lo que practica Bittori en Patria, de Fernando Aramburu (Tusquets
2016), una novela que todos deberíamos leer para no hacernos demasiadas
ilusiones sobre nosotros mismos.
Bittori dejó de
creer en Dios cuando un pistolero de ETA hizo pum a su marido, el Txato, en la
calle, a dos pasos de su casa, en un pueblo de Guipúzcoa. El Txato no había pagado
el impuesto revolucionario, pero no por mala voluntad, es que no le daba el
negocio de sí, buscaba contactos discretos con la Dirección para poder explicarse,
pedir una moratoria, un respiro. Primero aparecieron las pintadas, y muy
deprisa, antes de que pudiera reaccionar, argumentar de alguna manera, llegó el
pum. Bittori hubo de dejar el pueblo porque todos los vecinos le hacían el
vacío, ninguno se atrevía a hablarle no fuera que alguien les estuviera observando
y tomara nota. En San Sebastián, Bittori no tenía nada en qué ocuparse. Por eso
a veces iba a misa, aunque ya no creía, y se sentaba en una de las últimas
filas, sola. Y cuando el oficiante decía “El Señor está con vosotros”, ella
replicaba en voz baja “No”. “Oremos.” “No.” “La paz sea con vosotros.” “No.”
Es algo que podría
hacerse con más comodidad en las misas televisadas.