No parece una
elección muy acertada el tema de los burdeles, en mi 47º cumpleaños de casado,
y en vísperas del día de la mujer trabajadora. Pero no hay intención de ofender,
y por otra parte mi conocimiento de los burdeles es exclusivamente literario.
El caso es que han
caído en mis manos las cuatro conferencias de Jorge Luis Borges sobre el tango
(Lumen, 2016). Una delicia. Y esto es lo que Borges dice en cuanto al nacimiento
del tango: «Dónde surge el tango? Según
todos, el tango surge en los mismos lugares en que surgiría, pocos años
después, el jazz, en los Estados Unidos. Es decir, el tango sale de las “casas
malas”.» Y las describe así: «Eran
grandes, tenían patios, y se usaban, además, como lugares de reunión; es decir,
había gente que frecuentaba esas casas para jugar a la baraja, para tomar un
vaso de cerveza, para encontrarse con amigos.»
Desde el punto de
vista de la música que nació allí, conviene dar la vuelta a ese “además” de
Borges. Los hombres acudían a las casas malas en busca de expansión en un
ambiente relajado e informal; se aflojaban el nudo de la corbata, bebían
cerveza, jugaban barajas y escuchaban música improvisada, o añejos aires populares. También
podían tirarse un par de pedos sin escandalizar a nadie, y subir al piso alto
con alguna de las habitantas, caso de sentir una súbita urgencia en la
entrepierna.
No insistiré en esta
última función, primigenia, del burdel. La imaginación vertiginosa del Padre
García, en “La casa verde” de Mario Vargas Llosa (sí, ese mismo que les suena a
ustedes, por más que no se le parezca en nada), le llevaba a suponer una sucesión de orgías desenfrenadas
y deliquios múltiples, aunque lo más probable es que se tratara de sexo “aburrido”,
como lo definen los seguidores de culto de las tropecientas sombras de Grey. El
Padre García, párroco de Piura, acabó por prender fuego a la casa mala, encabezando a una
turba de vecinos resentidos de los barrios de la Mangachería, Castilla y la Gallinacera; y se
arrepintió luego para siempre de su gesto. Ya no se derramaban por las ventanas
abiertas de las casas de la avenida Sánchez Cerro los sones, traídos por las
ráfagas del viento del desierto, del arpa de Anselmo, la guitarra de Alejandro
el Joven y los platillos del Bolas.
En los burdeles de
antaño se leía la prensa liberal o subversiva, se escuchaba música en directo y
se bebía cerveza, relajadamente, en mangas de camisa. Formaban parte de un orden
social complejo que separaba a las mujeres en dos bandos rabiosamente
incompatibles: de un lado las dedicadas al cuidado de la prole y a marcar el
diapasón del “buen tono”; de otro lado, las proveedoras de placeres más
primarios. Creo que era en una novela de García Márquez, no recuerdo cuál ni en
qué circunstancias, donde se decía de una de estas casas que cambiaba las
chicas cada cierto tiempo, porque un roce excesivo reproducía los mismos
escenarios familiares de los que querían escapar los clientes. Cuando la Chunga
o la Selvática (un decir) empezaba a reñir al sargento Lituma por ser tan
desastrado, por haberse echado otro lamparón en la guerrera, por fumar
demasiado, por ser un manirroto, por no tener nunca un detalle con ella, había
llegado el momento de hacer borrón y cuenta nueva, con el fin de restablecer
las normas no escritas de una convivencia de pago.
Se parecen mucho
las casas malas descritas por Borges a las de Vargas Llosa, o García Márquez, o
Cela, o Donoso, y paro de contar porque la lista se extendería demasiado. La
pauta que surge de esta reconstrucción literaria es la de una sociedad
compartimentada: el lugar de trabajo subordinado y heterodirigido, sujeto a
rígidas normas disciplinarias; el hogar burgués, sometido a convenciones y artificios
innumerables, dentro de una atmósfera cerradamente represiva; el templo, lugar
de sublimación refinada de las frustraciones tanto laborales como hogareñas, pasadas
ambas por el tamiz de la espiritualidad y la resignación; y el burdel o lugar de la infamia (es el
vocablo utilizado por Borges) donde por fin el varón (la mujer lo tenía bastante más
complicado) podía dar rienda suelta a sus bajos instintos.
Entre esos bajos
instintos estaba el de la música. No la de Brahms ni la de Suspiros de España;
no la de las veladas de los sábados en el Círculo ni la de los conciertos de la
banda de viento local los domingos en el quiosco de la plaza. Una música
informal, libérrima, sentimental. Sabia en las técnicas, y directa al corazón
en los propósitos. Tango y jazz.
Solo por ese
resultado ya valió la pena el servicio de los burdeles de antaño.