Corren malos vientos
para la lucha de clases; en general, se estima que se trata de un concepto
caducado por no adaptarse a las crecientes complejidades de la estratificación
social en las sociedades postindustriales. Un experto en la materia tan poco
sospechoso como Bruno Estrada ha dejado escrito: «Que
la clase social sea el envolvente emocional colectivo de un abanico de
trabajadores tan diverso y plural se me antoja un ejercicio político baldío.»
(1)
Dejemos a un lado los “envolventes emocionales colectivos”;
mal servicio haremos a la obra de Marx considerando la conciencia de clase como
un factor emotivo, un mero ideal subjetivo de “comunidad”. Así pues, si el
recurso a la clase y a los intereses de la clase es un “ejercicio político
baldío”, por fuerza eso significa que la lucha de clases ha dejado de ser – si alguna
vez lo fue, que esa es otra cuestión – el motor de la historia.
Sigamos el razonamiento de Estrada: «La ciudadanía
democrática debería ser el catalizador de los sentimientos de pertenencia a una
comunidad incluyente. La enorme virtualidad social de la democracia es que nos
permite sentirnos individuos libres a la vez que formamos parte de una
colectividad en cuya definición participamos.»
No pretendo discutir esta afirmación; la aplaudo y la
subrayo. Es solo que no veo contradicción ni incompatibilidad entre la clase y
la ciudadanía. En primer lugar, los dos conceptos corresponden a dos lugares
diferenciados del proceso histórico enfocado hacia la humanización de las
relaciones humanas. Me excuso si la última frase parece redundante; la humanidad, en
la teoría de Marx, no es un punto de partida sino un punto de llegada de la
historia, y aparece como epifanía una vez eliminados vicios originales tales
como la propiedad privada y su corolario, la explotación del hombre por el
hombre. (Afinemos esta última formulación: explotación de una persona por otra
persona, que nadie ponga en duda que las mujeres forman parte necesaria y en
condiciones iguales de todo el proceso.)
Pues bien, la clase es un concepto situado en el inicio
del trayecto; agrupa a todas/os aquellas/os que solo pueden ofrecer en el
mercado su fuerza de trabajo, porque carecen de medios propios de subsistencia.
La clase agrupa en principio a las personas humanas sometidas a la explotación
de su trabajo subordinado y heterodirigido; la ciudadanía, en cambio, aparece en
mitad del camino hacia la emancipación, como ingreso en la pertenencia a una
comunidad más amplia que la propia clase.
Entonces, ¿por qué contraponer clase a ciudadanía, por
qué imaginarlas incompatibles, cuando tan bien se complementan y se refuerzan las
dos situaciones en un contexto que impulsa constantemente a seguir avanzando
más allá, hacia la humanización plena de las relaciones sociales, sin
conformarse con hacer punto final en la mitad del camino?
Pero es posiblemente necesario redefinir la clase, o
incluso reinventarla, porque (en eso tiene toda la razón Estrada) hoy sus
signos distintivos son mucho más imprecisos que en el siglo XIX, porque sus
límites se difuminan y las situaciones subjetivas (emocionales, si se quiere) que
comprende se han ido extendiendo y diversificando hasta formar una maraña
difícil de devanar.
No será posible abarcar a toda la clase en una definición
escueta, sencilla y movilizadora, al estilo de: la “gente” contra la “casta”. Esa
fórmula no funciona. Por muchas razones, pero sobre todo porque no da una idea
de dirección ni de avance. Tomada como idea central, dibuja una confrontación
social puramente estática, sin abrir ninguna perspectiva más allá de la
indignación (y es que, como bien advertía Pietro Ingrao no hace tantos años, “indignarse
no basta”).
La lucha de clases ofrece, por lo menos, una articulación
y una coherencia mucho mayores que la dicotomía gente/casta. Las categorías
utilizadas no son un totum revolutum, no son ni mucho menos “transversales”: de
un lado están los poseedores de los medios de producción; del otro, los meros
poseedores de su fuerza de trabajo subordinado y heterodirigido. Las líneas maestras
de avance serán entonces:
Primero, la conquista de una sociedad de iguales frente al
principio secular de la subordinación de unas clases sociales a otras. En ese
camino se encuentra la ciudadanía como un objetivo intermedio, que significa la
vigencia de unos derechos y unos deberes concretos que son iguales para todas/os.
Y segundo, la aportación progresiva de elementos de autoconciencia
y autodirección en el trabajo heterodirigido, de forma que este sea cada vez
más autónomo, más racional, más eficiente, más útil al común, y en último
término, más humano.