Es bueno que Susana
Díaz haya decidido por fin presentar su candidatura a presidir el gobierno de
España. El PSOE necesitaba algún tipo de revulsivo para salir de la postración
inducida por las secuelas de varios meses de luchas intestinas. No parece el
momento de guardar balas en la recámara a la espera de una ocasión mejor, sino
de salir adelante con los faroles y pedir a dios que
reparta suerte y a la justicia que no les prenda.
Susana necesitará un
resultado indiscutible y confortador en las primarias, que suponga un alza sustancial
de la autoestima de su electorado, para enfrentarse al rocoso – más bien,
pedregoso – Mariano Rajoy cuando quiera que toque celebrar las próximas
generales.
Es dudoso, sin
embargo, que un cambio de cara por sí solo sea capaz de causar un seísmo
registrable en la escala Richter de las emociones políticas. Ahora mismo está
intentando algo parecido Martin Schulz en Alemania. Se ha teorizado un “efecto
Schulz” capaz tal vez de desbancar a Merkel. El candidato cuenta a su favor con una
mayor consistencia intelectual y política respecto de su predecesor; en su
contra tiene su implicación en las posiciones de "gran coalición" en el interior, y el seguidismo neoliberal mantenido en el parlamento europeo en toda la
última etapa de crisis. El “efecto Schulz” tendría que ser muy fuerte para
hacer olvidar estas vivencias recientes. La situación tampoco invita a una
euforia desatada de un electorado acostumbrado a ir perdiendo, elección a
elección, cachitos de apoyo popular. Los sondeos a pie de urna parecen
confirmar que Lázaro resucitado tampoco saldrá este domingo de su tumba, en el
Sarre.
La situación de
Susana Díaz es parecida a la de Schulz. No todo, pero sí buena parte de su
proyecto se ha fiado a una operación de imagen, a la presentación a golpe de
clarín de un “PSOE ganador”. Se soslaya la cuestión de los pactos de gobierno,
que sin embargo van a ser necesarios, y se obvia el tema de si una vez más se
va a mirar solo hacia la derecha, o si en este caso crítico se va a volver de
una vez la vista a la izquierda (territorio donde, no se olvide, las fuerzas
están más que igualadas). Las propuestas hacia Catalunya son pírricas: la recuperación
del Estatut que el mismo PSOE contribuyó a torpedear supondría una inmersión en
el túnel del tiempo, cuando tantas cosas han pasado después, bajo el gobierno
de Zapatero y bajo el de Rajoy. A nadie entusiasmará en Catalunya esa
iniciativa, y tampoco, por desgracia, tiene un gran recorrido la profesión de
fe federalista promovida desde la reaparición en el candelero de González y
Guerra, dos jacobinos de una pieza, que todavía han de dar la primera muestra
de arrepentimiento por sus reiterados pecados de centralismo a ultranza. Y
finalmente, la unidad interna de la propia organización está en entredicho, y
nadie es capaz de predecir cómo saldrá de las primarias.
Reivindicar en
estas circunstancias el socialismo “de siempre”, sirve de poco. Lo cierto es
que, de siempre, el curso fluvial del socialismo español ha sufrido
desapariciones prolongadas, ha recorrido meandros tortuosos, ha cerrado pactos
dudosos y ha predicado, en función de por dónde soplaba el viento, hoy una
cosa, mañana la contraria. Proclamar desde la megafonía de los medios que “somos los
mismos de siempre, y lo seguiremos siendo”, quizá no sea la fórmula idónea para convencer
a un electorado bastante escamado.
Quizá podría
intentarse un eslogan diferente: “por las ánimas benditas que esta vez sí, esta
vez vamos a cambiar.”
A ver qué pasaba.