Han empezado en
Roma los actos de celebración de los 60 años del Tratado que dio origen a la
Unión Europea. La presidenta del Parlamento italiano, Laura Boldrini, se
dirigió a representantes de todos los parlamentos europeos con un discurso ambicioso,
en el que repitió varias veces la consigna “Europa primero” (Europe First), como réplica al America
First de Donald Trump. Apuntó Boldrini a la necesidad de una profundización de
la temática relacionada con la dimensión social de la Europa unida, lo que no
está nada mal si el apunte no se queda en mera retórica celebratoria; la ausencia
de una preocupación social paralela a la liberalización del mercado de capitales
ha sido una de las carencias más marcadas en todo el trayecto comunitario, muy
singularmente en su último avatar, desde los años noventa del siglo pasado y a partir
del crac de 2008.
El belga Siegfried
Bracke describió los tratados de 1957 como el arranque de una nueva Roma; no un
nuevo imperio, sino una nueva civilización. Romano Prodi describió una Europa
moviéndose a dos velocidades, pero acogedora y abierta a todos. Ana Pastor,
presidenta del Congreso español de los Diputados, demandó más esfuerzos para
transmitir a las generaciones jóvenes que la integración europea “ha valido la
pena”.
Me pregunto en qué
estaba pensando Pastor al hacer esa observación. Más en concreto, cuál es la
pena que ha valido, y cómo evaluarla. Sergio Mattarella, presidente de la
República italiana que recibió a los parlamentarios europeos en el Quirinal,
había reconocido en su alocución que la integración europea alcanzada “es, en
gran medida, mejorable”. Habrá un fuerte despliegue policial durante todas las
celebraciones, por temor a la presencia de “elementos provocadores de tendencia
anarquista y antisistema”. Es preciso concluir que la Unión no atraviesa por
momentos felices en lo que se refiere a reconocimiento y popularidad entre los
jóvenes. Ni entre los ancianos. Ni los euroescépticos. Ni los liberales. En
fin, casi entre nadie.
El contraste entre
los discursos y los acontecimientos que se desarrollan detrás de las bambalinas
puede ser penoso. El presidente del Eurogrupo Jeroen Dijsselbloem,
castellanizable como Jerón Diselblón para entendernos mejor, pasa por momentos
delicados debido al desastroso resultado de su partido en las recientes
elecciones holandesas. Es más que probable que, cuando se forme gobierno, se
vea obligado a dejar su cargo de ministro de Finanzas, y eso, en virtud de una
ley no escrita, lo descartaría como jefe del Eurogrupo. Hay dos resquicios en
los que intenta resguardarse contra la némesis terrible que le amenaza con ser
descabalgado simultáneamente de su posición holandesa y de su cargo europeo: la
primera es precisamente que se trata de una ley no escrita, y Jerón clama que
si no está escrita es que no existe. ¿Desconoce tal vez la fuerza de la
costumbre inveterada como fuente del derecho, que a todos los estudiantes se
nos enseñó ya en el primer curso de la carrera? El segundo resquicio es que el
puesto, en virtud de los equilibrios y las componendas establecidas entre la
crema de la élite, habría de corresponder a un ministro de Finanzas del grupo socialista,
y, dada la situación muy precaria de la socialdemocracia en el actual
establishment europeo, no se avizora a nadie que pueda ofrecerse como recambio.
Luis de Guindos sería capaz de cualquier cosa por postularse, pero está
descartado porque los conservadores ya acumulan un récord de cargos, y uno más
haría hasta feo. La alternativa de un griego o un portugués sería para los
Guardianes de los Tronos tanto como entregar al enemigo las llaves de la
fortaleza.
De modo que ahí
queda la incógnita. Diselblón, por su parte, se siente a gusto en la poltrona y
dice que hasta el año 18, que es cuando toca, nadie le va a mover de su silla por
más que caigan chuzos de punta. El idealismo del mensaje de Baldrini viene a
chocar así con las rugosas asperezas y las afiladas aristas de la realpolitik.
¿Europe First?