Diario de campaña
El taylorismo tiene
larga vida por delante. Así lo afirma sin tapujos y lo ratifica donde haga
falta mi maestro en cuestiones sindicales, José Luis López Bulla.
Ustedes saben lo
que es el taylorismo: una organización científica del trabajo, o en ultimísimo
término de lo que sea, según la cual el estamento técnico de una organización determinada estudia de forma exhaustiva las
distintas tareas a realizar, las descompone en “momentos” o movimientos de la
máxima sencillez, y coordina toda la secuencia entregándola al brazo ejecutor de
una fuerza de trabajo abstracta, que debe seguir la consigna renunciando a toda
iniciativa personal.
La esencia última
del taylorismo consiste entonces en que quien tiene el cometido de pensar no debe
actuar, y a la inversa quien actúa no debe pensar.
El resultado de la
operación es la existencia de dos sujetos demediados, incompletos. Y la
perversión última de ese resultado es que genera la irresponsabilidad (o la
responsabilidad limitada, según expresión de los códigos de comercio) de ambos sujetos
en relación con el resultado final.
“Yo no he hecho
nada, ha sido él”, dirá el cerebro en caso de catástrofe, o simplemente de fiasco.
“Yo cumplo órdenes”, alegará el brazo ejecutor. “Soy un mandao”, añadirá, orgulloso.
Trasplanten ahora
la situación al terreno de la política, y más en concreto a la actual campaña
electoral.
En Burgos se
celebró un acto electoral con participación de las diversas opciones políticas,
centrado en la despoblación y el reto demográfico en el medio rural. Sin venir
mucho a cuento, la candidata de Ciudadanos, Aurora Nacarino-Brabo, afeó a la
socialista Isaura Leal que los “amigos” catalanes de Sánchez habían perpetrado
un “golpe de Estado” contra la Constitución.
El debate prosiguió
y concluyó en su momento, pero el micro siguió abierto, por lo que resultaron
claramente audibles las disculpas posteriores de Aurora: «Isaura, no te
enfades, sabes que yo cumplo órdenes. Y me resulta profundamente desagradable.»
El ingeniero Taylor
se habría subido por las paredes; Alberto Carlos Rivera, también. Una candidata
que no es capaz de cercenar sus sentimientos personales en aras de la producción
(política, en este caso), y en consecuencia de demediarse como persona, no
puede compararse ni de lejos con un leal gorila amaestrado cuando se trata de
confeccionar la candidatura ideal por la circunscripción de Burgos para
afrontar el reto demográfico de la despoblación. ¿Estamos o no estamos en la organización
científica de la política, en un mundo taylorizado?
Mañana hay debate
de cabezas de lista en RTVE, y cada uno de ellos se ha retirado a preparar el
examen de reválida en su cuartel general. Es necesario afilar los argumentos,
prevenir emboscadas, tener preparadas las cifras y las estadísticas. Mañana deben
lucirse no las personas, sino los candidatos; no las capacidades reales de cada
uno, sino una simulación de las mismas artificiosamente preparada según una
lógica de la competición impuesta desde fuera.
Lo que les oiremos
decir no responde a lo que piensan, sino a lo que se supone que la audiencia
desea oír. Seguramente sus coachs les
insisten en que no piensen en nada mientras se cruzan de memoria acusaciones e
insultos hábilmente tuneados en el laboratorio de los think tanks. El foco del objetivo del debate público está puesto en
convencer a los indecisos, y el axioma implícito en la norma de Taylor es que
la mejor manera de convencerlos es engañarlos.
Lo llaman “seducir”
a la audiencia.