Me encuentro situado en este
momento en el territorio incierto de los pronósticos: ya he votado ─con
solemnidad y empaque, vestido de domingo, el bulto considerable del periódico con
todos sus suplementos enrollado bajo el brazo izquierdo─, pero hasta la noche no sabré (no sabremos) cuál va a ser la conformación definitiva de las cámaras soberanas.
Pedro Sánchez ha
augurado cuatro años de sosiego y tranquilidad. No son conceptos que me atraigan especialmente,
y tampoco me agrada ese aire tan profesional que tienen quienes nos recomiendan: “déjelo en nuestras manos, que nosotros 'se' lo arreglamos en un pispás”.
No. La política es
demasiado importante para dejarla en exclusiva en manos de los políticos.
No
basta que los ciudadanos nos situemos en las primeras filas de la platea; nuestra
exigencia es subir al escenario. (No en tanto que individuos, claro está, sino
como personas organizadas y representadas en unas asociaciones, sindicatos,
movimientos, fundaciones, ateneos y demás. Todo el conglomerado societario
vivo, colectivamente pensante y actuante. El general intellect, para decirlo al modo de Marx. Muera Taylor,
abajo el taylorismo político.)
No tenemos por
delante cuatro años de sosiego, entonces, sino de trabajo colectivo urgente.
Votar es solo el
principio. Una condición eminentemente necesaria, pero insuficiente en sí misma.
Esto no es una
lotería en la que deseamos que salga ganador el número al que hemos apostado.
Esto es una convocatoria de fuerzas sociales que queremos ver alineadas en
torno a un programa creíble y sostenible, para avanzar juntos por un camino largo
y enrevesado cuya dirección general es lo único que de momento se nos permite
decidir por medio del voto.
Luego van a venir
muchas más decisiones, y nuestra exigencia como ciudadanos activos y movilizados es participar en todas ellas. Sin
faltar una. Ojito, que estamos mirando.