sábado, 27 de abril de 2019

LA EMPRESA COMO LUGAR POLÍTICO



Isabelle Farreras

Ahora que está desapareciendo como lugar geográfico para refugiarse en el anonimato de las redes virtuales, es seguramente el momento de reivindicar de nuevo, con más fuerza que nunca, el lugar político que sí ocupa la empresa, por más que se disfrace de noviembre para no infundir sospechas.

Lo dijo Norberto Bobbio: «La democracia se ha detenido a la puerta de las empresas.» La respuesta de las empresas ha sido eliminar las puertas, manteniendo las barreras. Ahora su dominio se extiende a lugares distintos, en distintos países, y a los hogares de millares de trabajadores implicados, solo una parte de los cuales constan como asalariados (de la empresa matriz o de sus subcontratadas, participadas, franquiciadas, etc.), mientras otra parte sustancial aparece englobada bajo las etiquetas de autónomos, emprendedores, “socios” de plataformas o colaboradores gig, que es tanto como decir puntuales, esporádicos, precarios.

En todas esas situaciones diferenciadas, el mundo del trabajo carece de voz y de voto en la empresa. La democracia no está ni se la espera. Según la idea dominante actualmente en las formas de organización de la producción, la empresa es una entidad de derecho privado dirigida exclusivamente a la generación de beneficios que también tienen carácter privado y no político; es decir, la empresa no tiene obligación de contribuir en ninguna forma a la riqueza común, sea esta lo que fuere en la teorización neoliberal de la economía. Las subvenciones, desgravaciones y ayudas de todo tipo que recibe la empresa del Estado son totalmente otra cosa: un premio al carácter altruista del empresario, que genera un beneficio social inmenso al dar trabajo ─simple trabajo, en condiciones abusivas muchas veces, pagado de forma insuficiente e incluso indecente─ a esa otra parte de la sociedad a la que no se reconocen derechos porque no ostentan el único importante, el de propiedad.

Hay ideas nuevas sobre este punto. Isabelle Farreras, socióloga y politóloga belga, recoge en su obra toda una vena riquísima de pensamiento sobre empresa y trabajo, que hoy intentan soterrar las escuelas de negocios y el pensamiento managerial dominante entre las elites financieras. Su constatación inicial es (cito una referencia de Dominique Méda, en Le Monde, 13.4.2018) que para el trabajador por cuenta ajena «el trabajo es ante todo una expresión de sí mismo, y los asalariados reivindican ser tratados en el trabajo igual que en cualquier espacio público, como iguales y con una pretensión también igual a participar en la determinación de las reglas. El espacio de trabajo se ha hecho público, y no privado; y existe en él un fondo reivindicativo inmenso de justicia y de participación.»

Lo que propone Farreras, a partir de la idea de que la empresa es una entidad política, y no una organización privada cuyo funcionamiento se impone de arriba abajo por parte de los propietarios, es avanzar hacia una forma concreta de codeterminación: el bicameralismo económico.

Es decir, la creación de una doble instancia decisoria, no solo en la organización interna de la producción sino incluso en las grandes decisiones tales como la inversión, la contratación o la responsabilidad jurídica y social en todo el proceso. Una “cámara” (instancia) correspondería a la representación del capital en la empresa; la otra, a la representación del trabajo. Cualquier decisión debería tener como requisito de validez el consenso mayoritario de las dos cámaras.

Bonito, aunque difícil. Tiene el mérito de ser una propuesta concreta, práctica y realizable si se consigue vencer las resistencias que afloran de inmediato. Méda, en el artículo citado antes, señala el talante con el que fue acogido ¡en Francia! (no quiero ni pensar en lo que se diría en España, donde el lenguaje de la política es más coloquial y degradado) un informe que no proponía tanto, “Empresa e interés general”, de Nicole Notat y Jean-Dominique Senard. La patronal Medef lo consideró, sin más, “un ataque al capitalismo”.

Lo cual justifica todas las sospechas ya previamente apuntadas sobre la posible incompatibilidad entre capitalismo y democracia.

Quede aquí, en todo caso, la cuestión como un apunte para la jornada de reflexión.