En un post
reciente, titulado “Empresas mutantes” (1), me he referido a la relación
cuasi-feudal que se establece entre empresas, o grupos de empresas, que tienen
un carácter dominante en un sector determinado del mercado global, y aquellas
otras empresas que dependen de los contratos que puedan arrancar de las
primeras.
En lugar de
utilizar una comparación basada en la historia antigua, es posible entender esa
relación a partir de la astronomía. En el cielo nocturno las estrellas nos
parecen todas iguales, y agrupadas o dispersas al azar; sin embargo, están
organizadas en constelaciones invisibles, en sistemas solares, y giran según
órbitas perfectamente predecibles. Cada sol arrastra en su estela un conjunto de
planetas, y estos a su vez determinan el movimiento progresivamente excéntrico
de una serie de satélites, capaces asimismo de ejercer cierto efecto de
atracción sobre otros cuerpos astrales de masa y consistencia mucho menor.
Ahora Andy
Robinson, en lavanguardia (2), habla de “superestrellas” al referirse a las empresas
«más productivas e innovadoras», de Apple a Amazon. El artículo está dedicado a
una advertencia surgida del FMI: el aumento del poder corporativo de algunas “megacorporaciones”,
señala un estudio procedente de dicha fuente, puede contribuir de forma
simultánea al agravamiento de una serie de tendencias preocupantes. A saber, «el
estancamiento de la inversión; una distribución de la renta cada vez más
favorable al capital frente al trabajo; la brecha abismal entre la
riqueza productiva y la financiera, y un raquítico crecimiento de la
productividad que frena los salarios.»
Dejaré a un lado la circunstancia curiosa de que sea precisamente
una institución transnacional que con sus recomendaciones ─en ocasiones nada
cariñosas─ a los Estados, ha empujado vigorosamente la economía mundial en el
sentido en el que se está moviendo, la que ahora alerte sobre los resultados
contraproducentes que se constatan. Ahí queda retratada toda la característica
irresponsabilidad de los poderosos en los desastres a los que inducen.
Yendo a la sustancia de lo que se critica, la “brecha
abismal” (expresión subrayada en el texto original) entre la riqueza productiva
y la financiera viene de haber tomado al pie de la letra aquella humorada de
Milton Friedman sobre que el deber principal de una empresa no es otro que obtener
el mayor beneficio posible para sus accionistas. «Conforme el poder de mercado de una empresa sube, puede aumentar sus
beneficios mediante subidas de precios y una reducción de la producción»,
señala Gian Maria Milesi Ferretti, del FMI. En 2018, la práctica habitual de la
recompra de acciones por parte de las grandes corporaciones superó solo en EEUU
el billón de dólares, que fueron a parar a los bolsillos de los accionistas sin
generar ninguna riqueza en forma de producto; meramente mecidas por el arrullo de la
fluctuación de las cotizaciones en bolsa.
Cuando tal aberración es posible, y consentida por la atenta
inspección de quienes ejercen la vigilancia de los mercados, es lógico que la
inversión tienda a estancarse. Faltan incentivos para arriesgar el capital; es
mucho más cómodo el enjuague.
El escalón siguiente en la misma aberración es la pérdida
sensible de valor de cambio de la fuerza de trabajo, porque el trabajo es
precisamente el motor de la producción de bienes y servicios, y su valor en
términos “financiarizados” es cero. La consecuencia es que las empresas con poder monopolístico o cuasimonopolístico en el mercado tiran hacia abajo de los salarios de sus empresas y plataformas satélites. Esa práctica no empuja a la baja la cuenta final de resultados, antes al contrario.
Todo ello conduce a un panorama en el que la desigualdad
se incrementa y la precariedad laboral se ha convertido en estructural. El
mercado de trabajo precario en el mundo no es una rama seca de un árbol por lo
demás vigoroso, ni un hongo que puede desaparecer si se trata la planta con un
producto fungicida. La precariedad está en la raíz misma del sistema al que se
nos aboca con la cantinela de que “no hay alternativa”.
Un mal estructural no se remedia de un día para otro. La
retirada de las dos “reformas” laborales de Zapatero y de Rajoy no resanará la
economía de casino que se nos está imponiendo por la fuerza de los hechos
consumados. La vuelta atrás desde las “reformas” será en todo caso una
condición necesaria para cualquier avance de fondo, pero no una condición
suficiente.