Se ha llegado a un
acuerdo entre la Gran Bretaña y la Unión Europea para aplazar el Brexit (la
salida británica de las instituciones europeas y su navegación posterior en
solitario) hasta el 31 de octubre.
Nadie cree, sin
embargo, que el 31 de octubre eche a andar el nuevo formato. Ese día la opción
será de nuevo un Brexit a cara de perro, peleando por cada cuota comercial y
por la supervivencia o no de cada derecho adquirido, cuando no por el chantaje
puro y duro como vía de resolución de cada forcejeo entre las partes; o bien un
acuerdo más o menos pacífico pero prolongado en el tiempo, ya que los
electrodomésticos enchufados en la casa común son muchos, y costará decidir
quién se queda con la nevera, quién con el televisor y dónde irá a parar el
lavaplatos.
Conviene hacer
memoria. El referéndum que desencadenó esta situación se celebró el 23 de junio
de 2016. En octubre habrán pasado tres años más un verano completo, y seguiremos
casi igual que entonces, aunque la ilusión de libertad que sin duda tenían los
votantes el día después, se habrá volatilizado por un lado y agriado por otro,
como el cartón de leche abierto que se deja demasiado tiempo a la intemperie.
Conviene examinarse
en ese espejo, cuando se proclama la perentoriedad del derecho a decidir. Tan
repentino es el impulso que lleva a dos personas a darse el “sí quiero” delante
del mosén, como el que les sitúa luego, a cierta distancia temporal, delante del
juez de familia para arbitrar el “no quiero”. En el segundo caso están los
niños por en medio, más los animales de compañía, el piso, el coche, los
electrodomésticos y el sofá del salón. Cada una de las partes desea, por lo
general, no solo verse libre de la contraparte, sino conservar íntegro, o por
lo menos en la mayor extensión posible, el nivel de confort alcanzado en la
etapa anterior.
Nada es sencillo
nunca, pero todavía lo es menos liberarse de la maraña confusa de compromisos
adquiridos y de intereses creados en que la vida y la historia nos han ido
encajando.
Tres años largos ya,
en octubre, desde el referéndum del Brexit; dos años justos desde el día en que
el president Puigdemont proclamó la república efímera catalana que desde
entonces se porfía por implementar.
Parece razonable en los dos casos
plantearse una reconsideración general de los objetivos; pagar religiosamente
las deudas con los terceros perjudicados (o bien, al evangélico modo, pedir perdón por ellas "así como nosotros perdonamos a nuestros deudores"), y tener la agudeza y arte de ingenio
necesarios para proponer nuevos jalones de convivencia aceptables, sin duda restringidos
desde el punto de vista de lo que habían sido las pretensiones iniciales, pero
también más realistas, más sensatos, más basados en la tolerancia y en la
inclusividad como principios básicos rectores de las relaciones existentes entre las/los ciudadanas/os y
entre las personas, simplemente.