Diario de campaña
Sostiene el
historiador y amigo Javier Tébar que la democracia “químicamente pura” no ha
existido nunca (1). No hay más remedio que darle la razón. Solo hay “democracias”
en plural, remedos de la gran idea abstracta que son imperfectos como lo son
siempre las cosas humanas. Ya los antiguos concluyeron que la quintaesencia no
existe como tal, sino que se deduce. La “flor” no existe como concepto, sino en
la encarnación de miríadas de flores, ninguna de las cuales es la flor
imaginada por el filósofo mediante un trabajo de síntesis.
Nos disponemos, por
consiguiente, a ejercer en las urnas un derecho democrático imperfecto. Y de
ese modo haremos brotar una chispa efímera de esa democracia que en lo global no
existe.
Por supuesto, no dejaremos
satisfecha nuestra sed de democracia con el voto. Algunos declaran esa insatisfacción
con la expresión “votar tapándose la nariz”. No es eso, sin embargo, dejando
aparte la cuestión, también resuelta en la antigüedad, de que la corrupción no
huele, non olet.
Votaremos una
opción determinada, imperfecta por su naturaleza misma (un “partido” no es un
entero político). Según las normas vigentes estrictamente codificadas, no podremos
elegir varias papeletas sino tan solo una, o bien ninguna. Si optamos por elegir
una papeleta, esta no expresará todo lo que sentimos y deseamos. Si elegimos no
elegir, tampoco esa elección podrá dejarnos satisfechos de nosotros mismos y
del resultado consecuente.
Vamos a suponer que
el motor de nuestro acto democrático de votar es el deseo de que las cosas cambien
para mejor. Son posibles también votos de castigo, votos a la contra, pero los descarto. Tenemos a la
vista cosas demasiado importantes para entretenernos en ese juego. Queremos lo
mejor, nada menos, y cada cual tiene una idea, clara o confusa, de cómo deberían
ser las cosas para ser “mejores” a como son.
Una España más
segura (PP); una España más libre e igual (C,s); una España cuya historia la escribamos
nosotros (UP); una España en la que hagamos que pasen cosas (PSOE). No son
eslóganes incompatibles, son acentos distintos puestos sobre un concepto
abstracto, sobre una quintaesencia inexistente como tal. Y de todos modos, nadie
vota una opción solo por su eslogan.
Ni por su programa
electoral. No hay literatura más efímera que la de las promesas electorales.
Solo en una democracia perfecta ─es decir, en el País de Nunca Jamás─ se
cumplirían puntualmente todas las promesas electorales. Una cosa, como he
dejado escrito en otra ocasión parafraseando al sindicalista italiano Vittorio
Foa, es el proyecto y otra muy distinta es el trayecto.
Queremos, claro que
sí, una España más segura, más libre e igual, en la que el protagonismo lo tengamos nosotros
y en la que pasen cosas positivas. Lo queremos todo. Vamos a votar una opción,
pero con una ilusión global. No queremos ─no nosotros, por lo menos─ un país
que nos sonría al mismo tiempo que mira enfurecido en “la otra” dirección.
Queremos sonrisas para todos.
Y creemos que eso
es posible hacerlo desde las instituciones (imperfectas ¡ay!) que son nuestras,
que sentimos en efecto como nuestras. Y que queremos activas y eficientes. Las
instituciones no son como los guardias urbanos, que están ahí para regular el
tráfico y prevenir accidentes. Las instituciones deben servir para mejorar el
horizonte vital de las personas.
Me detengo un
momento en el eslogan de los socialistas: «Haz que pase.» Recuerda, no sé si de
forma consciente o casual, una frase de John Maynard Keynes, que he leído hace
pocos días en un libro de Mariana Mazzucato. En El final del laissez-faire (1926), Keynes señaló que la función de
las políticas públicas es «hacer las cosas que de otro modo se quedarían sin
hacer».
Es decir, una
disposición de ánimo no solo providente sino innovadora, radicalmente opuesta a
lo que el empresariado privado y las clases políticas adictas a las puertas
giratorias entienden como “negocio”.