La plaza Margaret
Thatcher de Madrid, en Recoletos, a dos pasos de Colón, es la única fuera del
Reino Unido que lleva el nombre de la Dama de Hierro. Fue bautizada con ese
nombre, en 2014, por la entonces alcaldesa Ana Botella, y está prevista su
recalificación próxima como plaza de las Constituyentes. Allí se reunió anoche Vox
para valorar el resultado de las elecciones. Santiago Abascal dijo allí que la
victoria de las izquierdas será efímera. Conviene tomar nota del apunte, no para
creerlo a pies juntillas desde luego, sino por lo que tiene de advertencia. Lo
de ayer fue solo el primer paso (el segundo, después de la moción de censura) en
una dirección política distinta; estamos aún muy próximos al punto de partida.
También Pablo
Casado, desde su sede de Génova, vino a decir que ayer se jugaba el partido de
ida, y para hacer balance queda aún pendiente el de vuelta, el 26 de mayo.
Saludable recordatorio. Conviene no descuidar los preparativos y los
entrenamientos pertinentes.
Han ganado las
izquierdas, en efecto, pero solo como resultado de una sacudida externa. Lo
resumió Évole en un tuit: «El día que la extrema derecha movilizó a la
izquierda.» Es así. La izquierda no había encontrado en su propio seno un
impulso movilizador. Aún no hay programa, fuera de iniciativas meritorias sobre
el encaje territorial de las autonomías conflictivas, el poder adquisitivo de las
pensiones o la paridad de género. Me refiero a un programa que piense “en
grande”, que sea capaz de dibujar objetivos de futuro, establecer coordenadas, tirar jalones, y fijar una
dirección estratégica de avance más allá de los necesarios vericuetos tácticos.
Esta carencia de
objetivos ambiciosos a largo plazo da a la victoria de las izquierdas un carácter no
necesariamente efímero, como quiere Abascal, pero sí frágil. Los trasvases
internos de voto han desdibujado los resultados del bloque conservador; pero
bloque, haberlo haylo. Su fuerza de choque se ha visto menguada en la ocasión;
pero sus potencialidades se mantienen y las izquierdas van a necesitar, para
formar un gobierno estable, las muletas de las dos importantes derechas
periféricas del PNV y ERC (sí, llamar “derecha” a la Esquerra puede parecer un
contrasentido, pero así se ha comportado en los últimos tiempos, desde que
abandonó en Cataluña la senda de los tripartitos y se apuntó al esencialismo. El esencialismo es de derechas).
Hay motivos más que
suficientes para el optimismo, sin embargo. La parte mejor, más viva,
consciente y movilizada de las izquierdas que se mueven más allá del PSOE,
tiene una vocación municipalista. Los resultados serán buenos en general; aunque
pueden ser puntualmente malos en algunas ciudades estratégicas. Madrid y
Barcelona, en particular, están en peligro, por “descuidos propios y ajenos
gemidos”, parafraseando el villancico de Góngora. Falta un mes de batalla
electoral intensa para movilizar las fuerzas de progreso que la amenaza de la
extrema derecha no haya movilizado aún.
Y está el voto europeo,
del que se ha hablado muy poco en la campaña que vamos dejando atrás. Europa
unida se construirá a partir de la dinámica de las ciudades libres, más que desde la
estática rígida de la convergencia progresiva e imposible de unos Estados soberanos
situados en relaciones recíprocas de dependencia, y no de igualdad.
Las ciudades libres
aportan innovación y desarrollo, preocupaciones y soluciones nuevas,
intercambios y sinergias. En ellas los problemas de la ciudadanía son más
acuciantes; pero también están más abiertas a la incorporación de nuevas elites
y al recambio acelerado de estamentos dirigentes. Hay un eje dinamizador de la España
real que la traspasa de abajo arriba, desde el poder municipal hasta el peso de
conjunto en una Europa distinta.
Ayer se dio un voto
positivo, pero “il voto è mobile, qual
piuma al vento”. Un éxito puntual puede quedar en nada si falta la
capacidad para ahondar en la perspectiva y explotar a fondo todas las
posibilidades abiertas por ese voto.