Supuesto autorretrato de
Leonardo da Vinci, dibujo posterior a 1512.
Hemos celebrado este
año el quinto centenario de la muerte de Leonardo da Vinci, un genio global del
Renacimiento. El último día del año se cumplirán, de otro lado, los quinientos
diecisiete años de una circunstancia de su vida no tan conocida como su obra
pictórica. Debo la información al libro de Paul Strathern The Borgias, Power and Fortune, Atlantic Books, Londres 2019.
Ese día del año
1502 entraban a caballo en Sinigalia, charlando plácidamente entre ellos, Leonardo
da Vinci y Nicolás Maquiavelo, dos florentinos y amigos que formaban parte del
séquito de César Borgia, duque de la Romaña. César había quedado en aquel lugar,
una ratonera natural, para reunirse con algunos de sus capitanes y analizar conjuntamente
la coyuntura, de modo que fue una sorpresa absoluta, tanto para el ensimismado
Leonardo como para el agudo y sagaz Maquiavelo, después de cruzar el puente de madera
que cruza el río Misa para acceder al “borgo”, el pueblo situado fuera de las
murallas, encontrarse en el meollo de una lucha despiadada y desigual entre los
hombres de César, dirigidos por Miquel de Corella “Micheletto”, y la reducida guarnición
de Oliverotto, condottiero aliado de Borgia que actuaba de anfitrión de la
reunión de capitanes.
Una doble fila de
hombres a caballo protegió a los que entraban y les condujo a la entrada al
recinto amurallado, la ciudad propiamente dicha de Sinigalia. En ese momento
salía por la puerta César, y al ver a Maquiavelo le gritó eufórico: “¡Les tengo
dentro, les he hecho prisioneros!”
Los capitanes,
Oliverotto, Vitellozzo y el grupo de los Orsini ─Paolo, Francesco y Roberto─ habían
planeado una emboscada, y fueron emboscados a su vez por su comandante en jefe,
que aprovechó el hecho de que la mayor parte de las tropas de los conjurados
estaban dispersas, acampadas al otro lado del río. Fue un juego de astucias, un
“bel inganno” como lo llamó el historiador
Paolo Giovio. Para Maquiavelo, experto en lides diplomáticas, era la primera
ocasión en la que se encontraba en el centro mismo de la acción.
No lo olvidó nunca.
Escribió a su patrón, el gonfaloniere florentino
Piero Soderini, lo siguiente: «Las
acciones del Duque han ido acompañadas por una buena fortuna excepcional, y por
una osadía y una confianza sobrehumana en su capacidad para conseguir lo que ambiciona.»
Maquiavelo era embajador
oficioso y espía efectivo de la República de Florencia en el campo de Borgia.
Este se había ofrecido a sí mismo y sus mesnadas como “protector” de Florencia,
para lo que reclamaba paso libre por las ciudades y territorios de la República,
a fin de combatir a sus enemigos potenciales, que no faltaban.
Ni Soderini ni
Maquiavelo se fiaron del duque de Valentinois, como no se fiaban de su amigote
el rey francés Luis XII, instalado en Milán pero con la vista puesta en el
reino de Nápoles y en toda la franja de terreno que quedaba en medio.
Sospechaban que lo que deseaban tanto César como Luis era disponer de los
puertos del Tirreno ─Pisa, Liorna, Piombino─ como cabezas de puente para
abastecer a un gran ejército francés asentado en el corazón de la península
italiana. Soderini nunca concedió a Borgia lo que le pedía.
¿Y Leonardo? Apareció
en la Romaña como una concesión menor a “Valentino”, ya que se le negaba la
petición mayor. César quería contar con Leonardo para sus planes en la Romaña.
Leonardo había acumulado un gran prestigio como ingeniero militar al servicio
de la República de Florencia, y César quería siempre lo mejor en todo: «O
Leonardo, o nada» fue su divisa para la ocasión.
Leonardo venía de
hacer un stage de parecidas
características en Venecia. En aquellos años andaba desencantado con la
pintura. Una mixtura de su invención para colorear paredes sin las exigencias
de la pintura al fresco había fallado en Santa Maria delle Grazie de Milán,
donde su versión de la Última Cena se deshacía en escamas a ojos vistas. De
paso hacia Venecia Isabella d’Este, marquesa de Mantua, tan bella y culta como
amiga de imponer su voluntad a todo su entorno, le pidió un retrato. Leonardo
hizo un boceto, de mala gana, y nada más. Isabella le persiguió con una
correspondencia profusa, llena de exigencias, y Leonardo rehuyó aquel acoso con
toda clase de excusas y de desplantes.
Y se convirtió, en
el mismo año de 1502, en el ingeniero de Borgia. Planeó la remodelación de las
principales fortalezas de la Romaña, diseñó una red moderna de comunicaciones,
proyectó un canal navegable entre Cesena y el puerto de Cesenatico en el
Adriático, hizo un plano asombrosamente exacto de la ciudad de Imola, e inventó
algunas máquinas de guerra y de asedio.
No sabemos lo que
pensó Leonardo del suceso de Sinigalia. Egocéntrico y orgulloso, cerrado en sí
mismo y en su propio genio, nunca hizo ningún comentario sobre aquello en sus
Cuadernos. De hecho, la única mención que se encuentra en ellos a César data de
pocos meses antes, y se reduce a tres palabras escuetas: «Valentino ha
desaparecido.» Se había ido a Ferrara a ver a su hermana Lucrecia, pero lo hizo
al modo cesáreo: de noche, ocultamente, vestido de negro y enmascarado, sin dar
aviso a nadie. Hay quienes piensan que se trataba de escenografía y bluff, pero
también es cierto que el arte para desconcertar a sus enemigos sirvió para
alargarle la vida. Sus capitanes conspiraban ya entonces contra él, incluido su
lugarteniente Ramiro de Lorca, al que llamó un día a consultas de modo
pacífico, y en cuanto lo tuvo delante lo encerró, lo cargó de cadenas y lo hizo
torturar hasta que cantó la intemerata y acabó por recibir el “trato español”,
es decir trato de cuerda.
Después de
Sinigalia, Maquiavelo regresó rápidamente a Florencia. El gonfaloniere Soderini y él sabían ya de César cuanto deseaban
saber. El papa Alejandro VI, Rodrigo Borgia, padre de César, había celebrado el
éxito de su hijo con el comentario de que aquello era solo el principio de lo
que tenían planeado llevar a cabo.
Leonardo siguió
algún tiempo al servicio de Borgia. Supervisó personalmente la colocación de “sus”
máquinas en el asedio a Ceri, una fortaleza de los Orsini. Luego la estrella
fugaz de los Borgia dejó de lucir de repente. En Roma, Alejandro VI y su hijo
fueron envenenados en un banquete, o padecieron una enfermedad severa y no bien
conocida en la época, tal vez la malaria. El papa murió, y su hijo quedó fuera
de combate durante demasiado tiempo para poder mantener su trayectoria
fulgurante de guerrero.
Leonardo se vio entonces
libre de su compromiso en la Romaña, y regresó a Florencia a su puesto de
ingeniero de la República.