La Caridad, una de las virtudes
pintadas por Giotto en la capilla Scrovegni, en la Arena de Padua.
Disculpen si hoy me
pongo metafísico. (“Metafísico estáis”, le dijo Babieca a Rocinante, en un
soneto colocado por Cervantes en el frontispicio del Don Quijote. Y Rocinante se excusó: “Es que no como.”)
Extraigo una cita de la novela Monjas y
soldados, de Iris Murdoch (Impedimenta, 2019. Traducción de Mar y Joaquín
Gutiérrez, p. 411). Es algo que Gertrude recuerda que le dijo en una ocasión Guy,
su marido muerto: «Tenemos virtudes
individuales, pero vicios generales: nadie es bueno del todo en todas sus
relaciones, en todos sus objetivos. En cuanto que agentes de la virtud nos
especializamos, no nos queda más remedio, porque el vicio es natural y la
virtud no.»
En esta dialéctica
de los vicios y las virtudes abundan en el acervo popular las sentencias:
vicios privados y virtudes públicas, por ejemplo. Que remite a lo de “la mujer
del César no solo debe ser honesta, sino parecerlo”. Que remite a su vez a una
fachada social en la que aparece reluciente la virtud, pero se compensa con el
vicio de tapadillo, entre bambalinas.
Es posible que la
cita de Guy proceda en realidad de Elias Canetti, que fue amante de Iris Murdoch
en los primeros años cincuenta y luego, según se cuenta en las wikipedias, la puso de vuelta y media en un libro que no he leído, titulado Fiesta bajo las bombas. Ella compuso en muchas de sus obras
personajes masculinos dominantes, ególatras, que promueven a su alrededor
capillas de fieles de ambos sexos para el mayor realce de sus ansias de dominio
e influencia. Pudo ser el caso de Canetti. En Monjas y soldados, el trasunto de Canetti muere en el primer
capítulo, y el de Murdoch no es su esposa Gertrude sino mucho más probablemente
Anne Cavidge, la joven monja exclaustrada que ha perdido la fe y busca la protección
amistosa de Gertrude porque se siente arrojada con escasas contemplaciones a
una sociedad insatisfactoria e incómoda.
Anne tiene una
conversación con Guy moribundo, al inicio de la novela, y más adelante otra
conversación parecida con Jesucristo, en algo que tanto puede ser un sueño raro
como una aparición “real”. Ninguna de las dos conversaciones marca para Anne una
guía precisa para recorrer los senderos del vicio y la virtud, los del
intramundo y los del más allá. Escucha con mucha implicación las voces de
ultratumba, pero se ve a fin de cuentas limitada a sus propios recursos.
La idea de un vicio
natural y una virtud que no lo es, responde a un mundo degradado como el
definido por la doctrina cristiana: un mundo necesitado de redención externa y
sobrenatural, porque en lo natural y lo interno a sí mismo no posee cualidades
específicas para resultar armonioso y satisfactorio.
En los catálogos de
vicios y virtudes del catecismo, los vicios son “de índole” de la persona, y
las virtudes en cambio deben aprenderse y practicarse con asiduidad para
orillar las tentaciones continuas a la recaída. Freud sigue el mismo esquema al
explicar el origen de la civilización, que se erige sobre la represión de las
pulsiones primarias. En Freud falta, sin embargo, tanto la idea de un paraíso
original en el que reinaban la armonía y la felicidad, como cualquier idea de
redención o de reposición mecánica a aquel primitivo estado de “gracia”.
Quizá, me digo a mí
mismo ociosamente, todo proviene del mismo “pecado original”: concebir como un
derecho la apropiación privada de los medios materiales, y edificar las
estructuras mundanas a partir del egoísmo individual, de la resignación de los
desposeídos y de la conciencia de culpa de los poseedores, que es en todos los
casos una “mala conciencia”.