Mercadillo callejero de los
viernes en Egáleo: un lugar idóneo para meditar sobre la globalización. (Foto,
Carmen Martorell)
Boris Johnson se ha
salido con su mayoría absoluta, y la Gran Bretaña irá al Brexit duro.
Posiblemente se deje jirones en la operación: esos jirones podrían llamarse
Escocia e Irlanda del Norte, territorios en los que las embestidas del Pájaro
Loco están provocando un resurgimiento de los impulsos centrífugos que ya antes
estuvieron a punto de acabar con el Reino Unido y con su símbolo inevitable y
eviterno, la Queen.
La pregunta que
procede en este ápice de la coyuntura es si el mundo va a cambiar a partir de
ahora, o si seguiremos teniendo el mismo mundo de antes, solo que en un grado más
avanzado de encabronamiento. Todos los inputs
estaban ya dados de antes: la financiarización campa por sus respetos; la
locomotora estadounidense tira millas a pesar de ser consciente de que cada vez
son más los vagones desenganchados del convoy, incluso en el propio territorio;
y la Unión Europea está practicando un seguidismo vergonzante en lugar de plantear
una alternativa acorde con el grado de civilización que se supone a las viejas
tradiciones del continente.
La victoria de
Johnson representa, así, un éxito del «sálvese quien pueda», eslogan muy en uso
en los naufragios de los grandes paquebotes. Algunos teóricos de la izquierda
aseguran que se trata del naufragio nada menos que del capitalismo. No me lo
parece: Lo que viene a resultar, creo yo, es que el capitalismo está barriendo con todo
lo demás. Incluido el planeta.
Dejó escrito Carlos
Marx que un gran sistema económico no muta en otro nuevo mientras el viejo no
ha agotado todas sus posibilidades. No es necesario tomar al pie de la letra al
Barbudo de Tréveris en esta profecía. Por ejemplo, eso significaría que el
feudalismo desapareció de la faz económica de la Tierra con el advenimiento del
capitalismo; y sin embargo el feudalismo, o cuando menos un avatar novedoso del
viejo feudalismo, está de vuelta en la constitución de constelaciones de empresas
dominantes, precarias y sumergidas, que entran desigualmente en la composición de
la actual red de relaciones económicas en el neocapitalismo postindustrial, y se comportan entre ellas en términos de señorío y vasallaje.
Pero sí se le puede
conceder “algo” de razón a la profecía de Marx, y en ese algo me baso para
argumentar que nos encontramos ante una nueva posibilidad del mismo mundo
encabronado, caracterizada por la proyección política imparable de un grave
hecho previo, ocurrido a mediados de los años setenta del siglo anterior: la rotura
consciente de los lazos sociales establecidos, la negación, la fragmentación en
cachos minúsculos del trabajo y de la sociedad que trabaja, en un mundo liderado
por las corporateds. Es ese “pecado
original” el que está dando al traste con todo un formidable esfuerzo secular anterior,
en pro de la libertad, la igualdad, la fraternidad, la cohesión, la inclusión, la
solidaridad, y el derecho a la autonomía de las partes en el interior de un
sistema amable, “de rostro humano” como se decía en tiempos.
Ahora las cosas van
por otro camino: la amabilidad no está de moda, y el encabronamiento prevalece.
Un botón, como muestra: los insultos en twitter a Greta Thunberg, icono mundial
de la lucha contra el cambio climático, que han sido recogidos y estudiados por
Borja Andrino, Jordi Pérez Colomé y Rubén Rodríguez, y presentados en elpais
(1).
Los autores han
analizado más de 400.000 tuits españoles, emitidos entre el 20 de noviembre y
el 11 de diciembre; unos 70.000, originales, y el resto retuiteados. Primera
constatación: el 66% provienen de varones, el tercio restante de mujeres. Los
calificativos insultantes varían levemente en un caso y en otro: los varones
prefieren llamarla histérica, estúpida, puta y majareta; las mujeres optan por
marioneta, niñata y loca. Todos ellos se comportan como si la descalificación
de Greta hubiera de significar el punto final de la lucha contra la contaminación y en favor de las energías limpias y de un futuro sostenible. Greta
ejerce de muñeca vudú en la que se clavan más y más alfileres con la intención
de hacer daño a otras personas, a otras autoridades, a otras concepciones del
mundo que resultan, al parecer, extraordinariamente molestas para esas personas.
Puede en definitiva
que el final del capitalismo venga a coincidir con el fin del mundo. Habrá sido
un éxito formidable para los accionistas y los propietarios de las patentes que
configuran el mundo actual tal como es, pero será un éxito difícilmente
aprovechable. Esa es la razón por la que algunos seguiremos proponiendo, con
amabilidad pero también con firmeza, una alternativa radicalmente diferente.