Greta Thunberg representa
solo una pequeña parte de nuestros propósitos urgentes de Año Nuevo, para el
planeta que habitamos y para quienes lo habitamos.
No basta con frenar
el cambio climático, aunque ya es de por sí una tarea titánica. No basta con
utilizar energías limpias y proceder a la descarbonización de la economía. Cambiar
la nefasta tendencia climática no es aún cambiar el mundo. La economía misma tiene que
cambiar sus presupuestos y sus objetivos para que el asunto, globalmente
considerado, valga la pena.
A eso se refirió
Tony Atkinson (1) cuando habló de la necesidad de “dirigir el desarrollo”.
Tenemos las tecnologías adecuadas para un gran salto, no en la cantidad de la producción medida por ese
indicador mentiroso, el PIB; sino en la calidad.
La economía verde apunta a “cómo” producir de una manera más limpia, menos
contaminante, más sostenible. Esa es una batalla, pero hay otras. Ganar “solo”
esa batalla, todo y ser decisiva, significaría a la larga perder la guerra.
Están ahí, por
decidir, las batallas del “qué” se produce, el “para qué”, el “para quién”. La
batalla por un tipo de desarrollo creador de nuevos bienes comunes y de
beneficios sociales. Sobre todo, creador de nuevo
trabajo y de una prosperidad colectiva que rompa la lógica neoliberal de la
privatización voraz de la riqueza que ha sido creada entre todos, y de la
confusión interesada entre generación y extracción de riqueza, para reclamar un
“derecho” casi divino a unos beneficios que se acumulan indefinidamente en las
cajas fuertes de paraísos fiscales, privando de ellos al común de las personas
que han contribuido a crear esa riqueza.
Y está la batalla
del “quién decide”. Porque hoy por hoy la fuerza de trabajo está privada de
forma absoluta de capacidad de decisión sobre lo que contribuye a producir.
Contra toda norma democrática de base, porque tampoco se concede a los
parlamentos autoridad para dirigir la economía. La economía financiarizada se
ha zafado tanto de los constreñimientos puestos por la participación del factor
trabajo en la producción, como de las decisiones de las cámaras legislativas,
tomadas después de preceptivos debates y votaciones. Es una economía que va por
libre, que sigue vías opacas a través de negociaciones esotéricas y decisiones
de despacho, y que emboca extraños recovecos para no dar cuenta de sus
designios y sus intenciones a nadie: ni a dios, ni al rey, ni al papa, ni mucho
menos al pueblo soberano.
No solo es
necesario limpiar de polución el medio ambiente; también hay que limpiar
cuidadosamente y sacar a la luz unas estructuras sociales podridas por la
cochambre acumulada en beneficio de quienes ahora, por poner un ejemplo
inmediato, consideran “abusiva y confiscatoria” una reforma fiscal en Cataluña que
quita un poco a los que tienen más para mejorar la suerte de quienes tienen
menos.
En palabras de
Laura Pennacchi (2): «El funcionamiento espontáneo del sistema económico
capitalista no crea naturalmente empleo
… Una interconexión entre innovación tecnológica e innovación social puede ofrecer muchas oportunidades, si se consigue
poner a punto un proceso intensificado de investigación de base y de
investigación científica y tecnológica, para la satisfacción de nuevas
necesidades y nuevas emergencias sociales: bienestar humano y civil, revolución
verde, desarrollo de ciudades y de territorios recuperados gracias a una agricultura
de calidad, envejecimiento demográfico, salud, inmigración integrada, etc.» La
base para todo ello, sigue diciendo Pennacchi, sería «la creación de trabajo nuevo para un nuevo modelo de
desarrollo.»
(1) Ver al respecto
http://vamosapollas.blogspot.com/2019/11/por-una-innovacion-creadora-de-buen.html
(2) L. Pennacchi, “Lavoro e innovazione per un nuovo umanesimo”, en
VVAA, Lavoro e innovazione per riformare
il capitalismo, Ediesse 2018, p. 68.