Mientras se celebra
el COP25 en Madrid y Greta Thunberg concluye su
travesía del Atlántico en catamarán para viajar del modo menos contaminante para
el planeta, las emisiones de CO2 en el mundo aumentarán este año en
un 0,6, y el aumento global de temperatura no remitirá, lo que hará más difícil
el cumplimiento de los Acuerdos de París sobre cambio climático.
Nosotros no somos
ni Greta Thunberg ni Teresa Ribera, la inteligente y apasionada ministra en
funciones para la Transición Ecológica. Las dos son admirables, y hay muchas
más personas admirables alrededor de ellas; pero ellas no son nosotros.
Me refiero a que se
está alentando un desplazamiento de las responsabilidades asumidas, una lucha
anticontaminante por procuración. Tenemos todos un problema, pero adjudicamos
su solución a unas heroínas muy concretas, como si se tratara de Daeneris en
una serie televisiva en prime time (me
excuso si la comparación con Daeneris no es adecuada; jamás he visto un
episodio de “Juego de tronos”).
La asunción de
responsabilidades en la Green Revolution,
es decir en la lucha por un planeta libre de emisiones, más limpio y
sostenible, ha de producirse en todos los niveles políticos y sociales. Cambiar
los hábitos de consumo es bueno, pero claramente insuficiente. La revolución debe
implicar un gran cambio presidido por la innovación tecnológica: producción de energías
no contaminantes, edificación de viviendas inteligentes, urbanización inteligente
de ciudades a las que se asignan nuevos cometidos, revolución en los
transportes así urbanos como a media y larga distancia, nuevos materiales para
la construcción y la comunicación ahorradores de energía. Y más en general y
por encima de todo lo anterior, una inteligencia colectiva renovada dirigida a
nuevas formas sostenibles de vivir y de estar en el mundo.
La revolución
verde, empero, puede llevarse a cabo de varias maneras. Es aplicable a ella
lo mismo que se decía de las castañuelas en el famoso tratado sobre cómo tocarlas:
es preferible hacerlo bien, que mal.
Por ejemplo, una
transición “justa” puede serlo de un modo que fomente la creación de nuevos
empleos dignamente remunerados para compensar la inevitable destrucción de
empleo en sectores obsolescentes o muy contaminantes. O bien, “justa” con el
accionariado de las poderosas multinacionales que extraen y comercializan los
combustibles fósiles y exigen dividendos altos para su inversión. Los dos
objetivos no son plenamente compatibles entre sí, como se sugiere de forma subliminal: va a ser necesario priorizar uno por encima del otro. Es lícita la sospecha de que esa priorización ya se ha elegido.
Por ejemplo,
resulta incoherente que desde las altas jerarquías de la Unión Europea se
alienten de un lado los esfuerzos por cumplir los Acuerdos de París, o bien el
programa, cualquiera que sea, que salga del actual COP25, y al mismo tiempo se
mantengan intocados el sacro horror al déficit público y la regla áurea del
austericidio. Y eso es, perdonen mi forma poco educada de señalar con el dedo,
exactamente lo que se está haciendo.
Se diría que el
tema del control de las emisiones contaminantes a la atmósfera se remite desde
los poderes públicos, que ejercen en el tema el papel de controladores últimos pero
no de sujetos activos del cambio, a la ciudadanía. Y que, dentro de la
ciudadanía, se atiende antes a la necesidad de que las grandes empresas sigan obteniendo
beneficios que ofrecer en bandeja a sus shareholders,
que a un planteamiento que represente un salto adelante en la democracia
industrial, en la participación del factor trabajo en los objetivos generales
de la economía, y en un crecimiento del empleo y de la igualdad social.
En estas
circunstancias, Greta Thunberg corre el riesgo de pasar, de ser el símbolo de
una lucha compartida, a una coartada desde la cual justificar una revolución
pasiva en la que todo será cambiado para que todo siga igual en el fondo.