Venus del espejo, de Velázquez, National Gallery de Londres. Diego de Silva Velázquez fue un maestro en el uso oblicuo de los espejos.
Stephen Greenblatt
explica del modo siguiente el nacimiento de su libro El tirano. Shakespeare y la política (Alfabeto Editorial 2019,
traducción de Juan Rabasseda): «… estaba
yo sentado en un jardín lleno de verdor en Cerdeña y expresé mi inquietud cada
vez mayor por el posible resultado de unas elecciones que estaban a punto de
celebrarse. Mi amigo el historiador Bernhard Jussen me preguntó qué estaba
haciendo yo al respecto. “¿Y yo qué puedo hacer?”, repliqué. “Puedes escribir
algo”, respondió. Y eso fue lo que hice.»
Yo vi el libro en el
estante de una librería. No tenía referencias directas, lo compré porque me
habían gustado las dos cosas que había leído del autor: El giro, una formidable excursión por la fortuna moderna de Tito
Lucrecio Caro pasando por la odisea de Poggio Bracciolini, el hombre que descubrió
el manuscrito de De rerum natura roído
de humedades en el anaquel de prohibidos de una abadía de cuyo nombre nunca
quiso acordarse; y El espejo de un
hombre, una intensa biografía de William Shakespeare, el autor sobre el que
Greenblatt dicta cursos como profesor de Humanidades en Harvard.
De modo que empecé
la lectura de El tirano con
garantías. Ha sido provechosa para mí, y por esa razón la traigo a estas notas
en contrapunto. Después de pensarlo un poco, me ha parecido bien dividir mi
comentario en dos partes. En esta primera trato del método, bajo el título “La
mirada oblicua”. Mañana me detendré en los resultados que ofrece la
investigación de Greenblatt: titularé mi reflexión “Trump y Shakespeare”.
Greenblatt declara
en el primer capítulo de su libro el método que se propone utilizar. El
capítulo se titula “Ángulos oblicuos”, y de forma asimismo oblicua el autor no
habla de lo que va a hacer él, sino de lo que hizo Shakespeare en sus obras.
Shakespeare, dice Greenblatt, hablaba del presente a partir de historias y
argumentos de un pasado remoto. Lo hacía así porque si intentaba poner en
escena los problemas y los enredos de la turbulenta época isabelina en la que
le tocó vivir, habría perdido literalmente la cabeza a manos del verdugo.
Pero hay otros motivos
posibles para la mirada oblicua sobre las cosas. Si nos colocamos frente a un
espejo se produce un pequeño milagro y podemos ver lo que está detrás de
nosotros. Otro milagro paralelo: quien se coloque a nuestra espalda podrá
vernos mirarle. Y si adoptamos una posición en oblicuo, surgirá un tercer
milagro más improbable: el espejo no solo nos dará una imagen esquinada de
nosotros mismos y de lo que tenemos detrás, sino que abrirá una perspectiva
lateral diferente que nos permitirá atisbar realidades que pertenecen a un
orden distinto, que quedaban antes fuera del marco de nuestra mirada, y por
consiguiente invisibles.
Cuando Vittorio Foa
escribió su autobiografía “oblicua”, la tituló El caballo y la torre. Para la torre del ajedrez no hay más ángulo
posible que el recto. Es una pieza de combate frontal, pensada para batir la
trinchera contraria. El caballo, menos poderoso, posee sin embargo una cualidad
distintiva: su forma de moverse en oblicuo le permite alcanzar casillas
inalcanzables para el roque.
El movimiento del
caballo me es particularmente grato. Yo mismo escribo en este blog “en
contrapunto”, lo que viene a significar que trato de pillar de enfilada temas
que normalmente se abordan por derecho, y dar una melodía disonante pero concertante.
Hace falta alguna habilidad para utilizarla, pero la mirada oblicua tiene la
ventaja de abrir perspectivas nuevas en relación con la visión frontal. Funciona
mediante analogías y homologías. No es infalible; puede descarrilar en las
comparaciones, pero es única para alcanzar objetivos inalcanzables por las vías
habituales.
William Shakespeare
dio lecciones políticas a sus contemporáneos dirigiendo una mirada oblicua a los
hechos antiguos de, por ejemplo, Ricardo III, Macbeth, Julio César, Coriolano,
el rey Lear o el rey Leontes de Cuento de
invierno. Stephen Greenblatt recurre oblicuamente a Shakespeare para llevar
esas lecciones a un plano distinto, y referirlas a un hombre al que no nombra ni
una sola vez en el libro.
Del mismo modo
cualquier otra persona, yo mismo, puede utilizar los resultados de Greenblatt
para efectuar su propia excursión oblicua en una dirección distinta. Los
espejos tienen esa propiedad: multiplican las imágenes y las proyectan en
cualquier dirección en la que se mueva el instrumento revelador.
Es lo que me
propongo hacer mañana.