jueves, 5 de diciembre de 2019

EL TIRANO (I). LA MIRADA OBLICUA



Venus del espejo, de Velázquez, National Gallery de Londres. Diego de Silva Velázquez fue un maestro en el uso oblicuo de los espejos.


Stephen Greenblatt explica del modo siguiente el nacimiento de su libro El tirano. Shakespeare y la política (Alfabeto Editorial 2019, traducción de Juan Rabasseda): «… estaba yo sentado en un jardín lleno de verdor en Cerdeña y expresé mi inquietud cada vez mayor por el posible resultado de unas elecciones que estaban a punto de celebrarse. Mi amigo el historiador Bernhard Jussen me preguntó qué estaba haciendo yo al respecto. “¿Y yo qué puedo hacer?”, repliqué. “Puedes escribir algo”, respondió. Y eso fue lo que hice.»

Yo vi el libro en el estante de una librería. No tenía referencias directas, lo compré porque me habían gustado las dos cosas que había leído del autor: El giro, una formidable excursión por la fortuna moderna de Tito Lucrecio Caro pasando por la odisea de Poggio Bracciolini, el hombre que descubrió el manuscrito de De rerum natura roído de humedades en el anaquel de prohibidos de una abadía de cuyo nombre nunca quiso acordarse; y El espejo de un hombre, una intensa biografía de William Shakespeare, el autor sobre el que Greenblatt dicta cursos como profesor de Humanidades en Harvard.

De modo que empecé la lectura de El tirano con garantías. Ha sido provechosa para mí, y por esa razón la traigo a estas notas en contrapunto. Después de pensarlo un poco, me ha parecido bien dividir mi comentario en dos partes. En esta primera trato del método, bajo el título “La mirada oblicua”. Mañana me detendré en los resultados que ofrece la investigación de Greenblatt: titularé mi reflexión “Trump y Shakespeare”.

Greenblatt declara en el primer capítulo de su libro el método que se propone utilizar. El capítulo se titula “Ángulos oblicuos”, y de forma asimismo oblicua el autor no habla de lo que va a hacer él, sino de lo que hizo Shakespeare en sus obras. Shakespeare, dice Greenblatt, hablaba del presente a partir de historias y argumentos de un pasado remoto. Lo hacía así porque si intentaba poner en escena los problemas y los enredos de la turbulenta época isabelina en la que le tocó vivir, habría perdido literalmente la cabeza a manos del verdugo.

Pero hay otros motivos posibles para la mirada oblicua sobre las cosas. Si nos colocamos frente a un espejo se produce un pequeño milagro y podemos ver lo que está detrás de nosotros. Otro milagro paralelo: quien se coloque a nuestra espalda podrá vernos mirarle. Y si adoptamos una posición en oblicuo, surgirá un tercer milagro más improbable: el espejo no solo nos dará una imagen esquinada de nosotros mismos y de lo que tenemos detrás, sino que abrirá una perspectiva lateral diferente que nos permitirá atisbar realidades que pertenecen a un orden distinto, que quedaban antes fuera del marco de nuestra mirada, y por consiguiente invisibles.

Cuando Vittorio Foa escribió su autobiografía “oblicua”, la tituló El caballo y la torre. Para la torre del ajedrez no hay más ángulo posible que el recto. Es una pieza de combate frontal, pensada para batir la trinchera contraria. El caballo, menos poderoso, posee sin embargo una cualidad distintiva: su forma de moverse en oblicuo le permite alcanzar casillas inalcanzables para el roque.

El movimiento del caballo me es particularmente grato. Yo mismo escribo en este blog “en contrapunto”, lo que viene a significar que trato de pillar de enfilada temas que normalmente se abordan por derecho, y dar una melodía disonante pero concertante. Hace falta alguna habilidad para utilizarla, pero la mirada oblicua tiene la ventaja de abrir perspectivas nuevas en relación con la visión frontal. Funciona mediante analogías y homologías. No es infalible; puede descarrilar en las comparaciones, pero es única para alcanzar objetivos inalcanzables por las vías habituales.

William Shakespeare dio lecciones políticas a sus contemporáneos dirigiendo una mirada oblicua a los hechos antiguos de, por ejemplo, Ricardo III, Macbeth, Julio César, Coriolano, el rey Lear o el rey Leontes de Cuento de invierno. Stephen Greenblatt recurre oblicuamente a Shakespeare para llevar esas lecciones a un plano distinto, y referirlas a un hombre al que no nombra ni una sola vez en el libro.

Del mismo modo cualquier otra persona, yo mismo, puede utilizar los resultados de Greenblatt para efectuar su propia excursión oblicua en una dirección distinta. Los espejos tienen esa propiedad: multiplican las imágenes y las proyectan en cualquier dirección en la que se mueva el instrumento revelador.

Es lo que me propongo hacer mañana.