Tout suffocant
Et blême, quand
Sonne l’heure,
Je me souviens
Des jours anciens
Et je pleure.
Paul Verlaine
En Egáleo llueve a
ratos, y a ratos cae aguanieve. Estamos oficialmente a +2 oC. Blanquean
las montañas vecinas, todas ellas con nombres clásicos: el Himeto, el
Pentélico, el Licabeto, el monte Egáleo, en cuya cima colocó el rey Jerjes su
trono de oro de ley para contemplar como si fuera en papel cuadriculado la
batalla naval de Salamina. (La cara que se le debió poner, comentó mi nieta
Carmelina en clase de Historia.)
La rasca es
fenomenal, el grajo debe de estar raspándose los cojones en el suelo, como
decía mi compañero de mili Roberto Muñoz, por aquello de que “cuando el grajo
vuela bajo, hace un frío del carajo.”
Acaba el año de
morros; es lo suyo. Esta noche tengo previsto acudir a la cita de las
campanadas prescindiendo de Sol y de Pedroche. Y es que el reloj de Sol no es,
contra todas las sugestiones implícitas en el enunciado, un reloj de sol. Algo
en esa paradoja me provoca irritación.
También me irrita
Pedroche, que no es una mujer sino una nínfula, una Campanilla de Cobre en
dibujos animados que juega a aparecérsenos envuelta en extraños atuendos semitransparentes,
ni desnuda ni vestida.
No tomaré uvas ni
brindaré con cava, solo con vino tinto corriente. Aquí el espumoso es italiano y
su precio está por las nubes.
Y seguiré la pauta
de Verlaine: sofocado y pálido, cuando suene la hora recordaré los días de
antaño y lloraré.
Lloraré por tanta
gente como estaba a mi lado (o yo estaba al lado de ellos) y ya no está. Sonreiré por tanta gente buena que
aún me acompaña (a la que aún acompaño). Es una doble operación adecuada para el fin de año, un hito
inevitable que sugiere tanto la idea de un colofón como la de un acabamiento. Tantas
cosas, ay, pudieron haber sido y no fueron; tantas otras, bravo, sí se
plasmaron en la realidad, y mantienen encendidas la luz de la curiosidad y la
chispa de la esperanza.
Cantaré villancicos
en compañía, delante de un belén en el que el Niño Jesús es adorado sobre todo
por animales de granja, corderos, patos, gallinas, vacas, conejos, que mis
nietos prefieren con mucho a los reyes, los soldados de armadura y los
pastores.
Los gatos de la
familia, mientras tanto, atenderán a nuestros cánticos con una mirada
indescifrable. Cuando nos vayamos por fin a dormir, seguirán en lo suyo, les
gusta trasnochar y dormir de día.
Para ellos no será
una noche especial, pero sí enigmática. El tiempo no es igual para nosotros los
humanos y para los gatos. ¿A qué viene, a fin de cuentas, armar tanto ruido?,
se preguntan al oírnos cantar.