lunes, 30 de diciembre de 2019

CAMPANADAS A MEDIANOCHE





Tout suffocant
Et blême, quand
Sonne l’heure,
Je me souviens
Des jours anciens
Et je pleure.

Paul Verlaine


En Egáleo llueve a ratos, y a ratos cae aguanieve. Estamos oficialmente a +2 oC. Blanquean las montañas vecinas, todas ellas con nombres clásicos: el Himeto, el Pentélico, el Licabeto, el monte Egáleo, en cuya cima colocó el rey Jerjes su trono de oro de ley para contemplar como si fuera en papel cuadriculado la batalla naval de Salamina. (La cara que se le debió poner, comentó mi nieta Carmelina en clase de Historia.)

La rasca es fenomenal, el grajo debe de estar raspándose los cojones en el suelo, como decía mi compañero de mili Roberto Muñoz, por aquello de que “cuando el grajo vuela bajo, hace un frío del carajo.”

Acaba el año de morros; es lo suyo. Esta noche tengo previsto acudir a la cita de las campanadas prescindiendo de Sol y de Pedroche. Y es que el reloj de Sol no es, contra todas las sugestiones implícitas en el enunciado, un reloj de sol. Algo en esa paradoja me provoca irritación.

También me irrita Pedroche, que no es una mujer sino una nínfula, una Campanilla de Cobre en dibujos animados que juega a aparecérsenos envuelta en extraños atuendos semitransparentes, ni desnuda ni vestida.

No tomaré uvas ni brindaré con cava, solo con vino tinto corriente. Aquí el espumoso es italiano y su precio está por las nubes.

Y seguiré la pauta de Verlaine: sofocado y pálido, cuando suene la hora recordaré los días de antaño y lloraré.

Lloraré por tanta gente como estaba a mi lado (o yo estaba al lado de ellos) y ya no está. Sonreiré por tanta gente buena que aún me acompaña (a la que aún acompaño). Es una doble operación adecuada para el fin de año, un hito inevitable que sugiere tanto la idea de un colofón como la de un acabamiento. Tantas cosas, ay, pudieron haber sido y no fueron; tantas otras, bravo, sí se plasmaron en la realidad, y mantienen encendidas la luz de la curiosidad y la chispa de la esperanza.

Cantaré villancicos en compañía, delante de un belén en el que el Niño Jesús es adorado sobre todo por animales de granja, corderos, patos, gallinas, vacas, conejos, que mis nietos prefieren con mucho a los reyes, los soldados de armadura y los pastores.

Los gatos de la familia, mientras tanto, atenderán a nuestros cánticos con una mirada indescifrable. Cuando nos vayamos por fin a dormir, seguirán en lo suyo, les gusta trasnochar y dormir de día.

Para ellos no será una noche especial, pero sí enigmática. El tiempo no es igual para nosotros los humanos y para los gatos. ¿A qué viene, a fin de cuentas, armar tanto ruido?, se preguntan al oírnos cantar.