Martiri de Sant Esteve, obra de
Pau Vergós en la iglesia de la Doma de La Garriga.
Hoy celebra la
Iglesia la fiesta de San Esteban, el protomártir. Era raro que de niño pasara
las navidades en La Garriga, porque la casa que tenían mis padres allí era muy
fría y costaba calentarla. Pero si estábamos, no faltábamos a la misa de la
Doma, iglesia habitualmente cerrada al público y donde ese día era posible
admirar el retablo atribuido a Pau Vergós (m. 1495). El nombre de pila yo lo
ponía en duda, porque en Barcelona había pasado por una calle de nombre Los
Vergós, y pensaba si no se trataría del mismo. Alguien me aclaró más tarde que
había habido una familia de artistas con ese apellido y que la calle los
honraba a todos de forma indistinta. Me pareció injusto. Supuesto que en la
posteridad yo me ganara a pulso el nombre de una calle, me habría molestado que
pusieran en la placa “Los Rodríguez”. Hombre, por dios, que somos muchos a
repartir.
La gloria de san
Esteban residía, por lo que alcancé a entender con mis escasas luces, en haber
sido el Protomártir, lo cual significaba el primero de todos ellos, según me
explicaron. Lo cual, a su vez, podía tener dos sentidos: o bien el de ganador
de una concurrida carrera de mártires que pugnaban por llegar a la meta para
conseguir la palma, o bien el de alumno con mejores notas en la evaluación de
martirios del mes o del curso académico. Cualquiera de las dos posibilidades,
lo más alto del podio en el primer caso y el lugar preferente en el cuadro de
honor del colegio en el segundo, era importante, lo bastante para merecer un
retablo rutilante de oros.
De ese retablo, me
fascinaba en particular la escena del martirio, porque se reproduce en ella el momento
del impacto en la cabeza del santo de la piedra que lo va a matar. Y esa
piedra, privada de movimiento porque un retablo no es una película, tenía más
bien el aspecto de un apósito, una especie de moño estampado en la coronilla y
rodeado por el aura de santidad. Pau Vergós era un artista del gótico tardío y
no un pintor barroco deseoso de epatar al burgués, de modo que, puesto en la
ocasión, optó por no hacer sangre, ni deleitarse con el cráneo quebrado: el
santo guarda una compostura perfecta, revestido de sus improbables ropajes de
diácono de casa rica.
Hace cientos de
años (bueno, quizás exagero) que no he vuelto a ver el retablo en su mismidad;
pero Google me ha ofrecido una reproducción mecánica enteramente satisfactoria.
Me apresuro a compartirla con mis amigos lectores en estos días de recogimiento
sacro y al mismo tiempo de confinamiento preventivo. Feliz solsticio a todos, y
más solsticios que vengan.