martes, 15 de diciembre de 2020

NEOFEUDALISMO

 


La base del sistema feudal (fuente, arteguias.com)

 

Ha dicho Teodoro García Egea, secretario general del Partido Popular, que Pablo Iglesias tendría que nacer siete veces para conseguir hacer parte de lo que el ex rey Juan Carlos ha hecho por la democracia.

Dejemos a un lado la hipérbole. Es imposible que ni Iglesias ni, para el caso, cualquier otra persona, nazca siete veces. Y de todos modos, alguien podría nacer todo eso y sin embargo no hacer nada en sus siete vidas por la democracia.

Vayamos a la sustancia, y la sustancia nos dice que el prohombre de Cieza, hablando en nombre de su partido y en presencia de su presidente Pablo Casado que lo miraba alborozado, ha despachado al líder de Podemos de un bajonazo en lo que en tiempos fue conocido como el “rincón de Ordóñez”, y ha dado una coba gratuita e inmerecida al Demérito.

En esa actitud obsequiosa y exageradamente servil de la cúpula del Partido Popular, pero también en la resistencia del Partido Socialista a pedir responsabilidades políticas a quien es en último término un engranaje político funcional a nuestro ordenamiento constitucional, y no la emanación o el reflejo de instancias transmundanas superiores, se advierte otra manifestación de algo que el sindicalista y político italiano Gaetano Sateriale ha definido hace pocos días como “neofeudalismo” en la práctica política.

El feudalismo fue una solución política de urgencia ante la quiebra del imperio de la ley impuesto por Roma a toda la ecúmene conocida. El Derecho romano afectaba a los ciudadanos del imperio, que desde el edicto de Caracalla fueron todos los habitantes de los territorios incluidos. Fuera quedaban únicamente los bárbaros, un contingente residual refractario a la civilización. (Los vascos siempre han presumido de no haber sido civilizados jamás por Roma, pero recientes hallazgos de una joven arqueóloga han colocado esa afirmación bajo sospecha, según leo en los periódicos. Después queda el asunto de la irreductible aldea gala de Astérix, pero se trata tan solo de una historieta.)

Cuando la barbarie del Norte asaltó por la brava el paradigma civilizatorio, lo que quebró en primer lugar fue la superestructura poderosa aunque invisible de la lex romana. La anomia se extendió, los despoblados pasaron a ser peligrosos y las ciudades se recogieron en sí mismas. En ninguna parte había garantía de seguridad para las personas y para los trabajos. La economía decayó, y el campanario pasó a ser la unidad de medida de todas las cosas.

El constructo del feudalismo puso un (mal) remedio a la situación partir del florecimiento de los vínculos personales. Los familiares de los generales exitosos se hacían cargo de la dirección de las provincias conquistadas y acudían en auxilio del jefe cuando este les necesitaba. (La mafia había de repetir en un contexto diferente la misma pauta de fidelidad personal y apoyo mutuo.) Cada alianza, cada cruzada propuesta por un rey teóricamente señalado por Dios para ocupar el trono, habían de ser negociadas minuciosamente en lo concreto con sus barones. Y los barones recibían mercedes del soberano teórico en proporción al número de vasallos (jinetes y ballesteros) que aportaban a las guerras peleadas por su referente.

En todo aquel asunto no entraba para nada la democracia. La democracia había existido antes, de una forma aún rudimentaria y excluyente, y sería reinventada y perfeccionada después, al concluir una larga etapa intermedia en la que los nobles levantiscos fueron reducidos poco a poco por la maquinaria burocrática y el ejército regular de un poder central absoluto, omnímodo e indiscutido.

Pues bien, lo que expresa el dicharacho de Teodoro García Egea es el retorno mental y sentimental a aquella vetusta concepción de los siglos oscuros: la Corona está por encima de la ley, ha venido a decir, y cuenta con nosotros como sus más firmes valedores, que no dudaremos en silenciar (la omertà) cualquier posible desmán porque para eso nos unen a su persona lazos de mutuo reconocimiento y de gratitud.

Pero no se puede salvar la democracia sin garantizar en primerísimo lugar el imperio absoluto de la ley. Esa es la raíz de la democracia, del constitucionalismo. La forma del Estado (monarquía o república) es indiferente ante ese principio superior: quien manda aquí no es el rey o el presidente, quien manda es la ley.