La base del sistema feudal
(fuente, arteguias.com)
Ha dicho Teodoro
García Egea, secretario general del Partido Popular, que Pablo Iglesias tendría
que nacer siete veces para conseguir hacer parte de lo que el ex rey Juan
Carlos ha hecho por la democracia.
Dejemos a un lado
la hipérbole. Es imposible que ni Iglesias ni, para el caso, cualquier otra
persona, nazca siete veces. Y de todos modos, alguien podría nacer todo eso y
sin embargo no hacer nada en sus siete vidas por la democracia.
Vayamos a la
sustancia, y la sustancia nos dice que el prohombre de Cieza, hablando en
nombre de su partido y en presencia de su presidente Pablo Casado que lo miraba
alborozado, ha despachado al líder de Podemos de un bajonazo en lo que en
tiempos fue conocido como el “rincón de Ordóñez”, y ha dado una coba gratuita e
inmerecida al Demérito.
En esa actitud
obsequiosa y exageradamente servil de la cúpula del Partido Popular, pero
también en la resistencia del Partido Socialista a pedir responsabilidades
políticas a quien es en último término un engranaje político funcional a
nuestro ordenamiento constitucional, y no la emanación o el reflejo de
instancias transmundanas superiores, se advierte otra manifestación de algo que
el sindicalista y político italiano Gaetano Sateriale ha definido hace pocos
días como “neofeudalismo” en la práctica política.
El feudalismo fue
una solución política de urgencia ante la quiebra del imperio de la ley impuesto
por Roma a toda la ecúmene conocida. El Derecho romano afectaba a los
ciudadanos del imperio, que desde el edicto de Caracalla fueron todos los
habitantes de los territorios incluidos. Fuera quedaban únicamente los
bárbaros, un contingente residual refractario a la civilización. (Los vascos
siempre han presumido de no haber sido civilizados jamás por Roma, pero
recientes hallazgos de una joven arqueóloga han colocado esa afirmación bajo
sospecha, según leo en los periódicos. Después queda el asunto de la irreductible
aldea gala de Astérix, pero se trata tan solo de una historieta.)
Cuando la barbarie
del Norte asaltó por la brava el paradigma civilizatorio, lo que quebró en
primer lugar fue la superestructura poderosa aunque invisible de la lex romana. La anomia se extendió, los
despoblados pasaron a ser peligrosos y las ciudades se recogieron en sí mismas.
En ninguna parte había garantía de seguridad para las personas y para los
trabajos. La economía decayó, y el campanario pasó a ser la unidad de medida de
todas las cosas.
El constructo del
feudalismo puso un (mal) remedio a la situación partir del florecimiento de los
vínculos personales. Los familiares de los generales exitosos se hacían cargo
de la dirección de las provincias conquistadas y acudían en auxilio del jefe cuando
este les necesitaba. (La mafia había de repetir en un contexto diferente la
misma pauta de fidelidad personal y apoyo mutuo.) Cada alianza, cada cruzada propuesta
por un rey teóricamente señalado por Dios para ocupar el trono, habían de ser
negociadas minuciosamente en lo concreto con sus barones. Y los barones
recibían mercedes del soberano teórico en proporción al número de vasallos (jinetes
y ballesteros) que aportaban a las guerras peleadas por su referente.
En todo aquel
asunto no entraba para nada la democracia. La democracia había existido antes,
de una forma aún rudimentaria y excluyente, y sería reinventada y perfeccionada
después, al concluir una larga etapa intermedia en la que los nobles
levantiscos fueron reducidos poco a poco por la maquinaria burocrática y el ejército regular de un
poder central absoluto, omnímodo e indiscutido.
Pues bien, lo que
expresa el dicharacho de Teodoro García Egea es el retorno mental y sentimental
a aquella vetusta concepción de los siglos oscuros: la Corona está por encima
de la ley, ha venido a decir, y cuenta con nosotros como sus más firmes
valedores, que no dudaremos en silenciar (la omertà) cualquier posible desmán porque para eso nos unen a su persona lazos de mutuo reconocimiento y de gratitud.
Pero no se puede
salvar la democracia sin garantizar en primerísimo lugar el imperio absoluto de
la ley. Esa es la raíz de la democracia, del constitucionalismo. La forma del
Estado (monarquía o república) es indiferente ante ese principio superior:
quien manda aquí no es el rey o el presidente, quien manda es la ley.