jueves, 10 de diciembre de 2020

UN DESCUBRIMIENTO DEL MUNDO EN PARALELO

 


La mención fugaz a la escritora Pearl S. Buck en un blog de culto provocó ayer un chat improvisado en FB, en el que algunos lectores y lectoras de mi generación aproximada hablamos (con cierto pudor) de los autores que amueblaron en su momento nuestro descubrimiento paralelo del mundo.

Comprábamos o intercambiábamos libros “de bolsillo” que se nos deshojaban como flores: en particular los de Plaza Janés, de cubiertas con dibujos de comic para adultos y colorines chillones. Austral, de Espasa Calpe, encuadernaba mucho mejor. Novelas y Cuentos ni siquiera tenía tapas, era una especie de periódico en papel prensa y con impresión casi ilegible a dos columnas y letra diminuta. Había también libros precarios llegados de Argentina o de México (Losada, Sur, FCE) que contenían verdaderas maravillas imposibles de encontrar en la grisácea España de Franco.

Cuando hablo de descubrimiento paralelo quiero decir que nuestra norma de lectura, ociosa y carente de cualquier disciplina o programa, la veíamos como un más allá separado por severas líneas rojas de lo que aprendíamos en el bachillerato. El Quijote y el Buscón, Garcilaso y Bécquer, Pereda y Azorín, Menéndez Pelayo y el Padre Coloma, eran sencillamente “putrefactos”. A nadie le apetecía leer más de aquel tipo de material después de habernos estrujado las meninges resolviendo exámenes de comentario de textos.

Galdós era otra cosa, por supuesto. Nuestros maestros de Lengua ensotanados le hacían ascos a don Benito, y eso nos bastaba para buscar las claves del país tan raro donde habíamos venido a parar en sus Episodios Nacionales, en particular las dos primeras series, las de Araceli y Monsalud.

También fuimos adictos a la Nada de Laforet y al Jarama de Ferlosio, pero como aquello no bastaba para saciar nuestra hambre de información acerca de la vida real, recurríamos a los pocos bestsellers extranjeros de prestigio que se nos ofrecían, tales como los primeros libros de la señora S. Buck (gran sorpresa al buscarla ahora en Google: la “S” venía de su apellido de soltera, Sydenstricker, quién iba a imaginarlo), Stefan Zweig y sus Momentos estelares, Morris West y sus sandalias, ingleses cosmopolitas como Somerset Maugham, o franceses ídem como André Maurois.

Supongo que fue ese mismo afán de descubrimiento el que nos llevó en derechura al Poirot de Agatha Christie, al Padre Brown de G.K. Chesterton y, por extensión, a todo el género negrocriminal. Como señaló Umberto Eco, un nombre llegado mucho más tarde al jardín de nuestras lecturas, la pregunta esencial de la novela de detectives es la misma de la metafísica y de la teología: “¿Quién es el culpable del desorden del mundo?” No es de extrañar, por tanto, que en nuestro afán por descubrir las claves de esa tremenda incógnita, recurriéramos una y otra vez a la solución garantizada de algunos misterios menores, antes de atrevernos con Marx, Freud y otros grandes descubridores de los resortes ocultos que explican el mundo tal como se nos aparece.