lunes, 14 de diciembre de 2020

SMILEY NO HA MUERTO

 


Alec Guinness en un fotograma de la miniserie de BBC TV ‘Tinker, Tailor, Soldier, Spy’ (El topo), 1979.

 

Dice la prensa que ha fallecido David Cornwell a los 89 años. Es algo que puede sucedernos a todos un día, pero solo uno, como nos advertía Snoopy en una viñeta. John Le Carré, el nom de plume de Cornwell, sigue muy vivo al día siguiente, y George Smiley, su personaje más conseguido, vivirá siempre entre los inmortales.

He dedicado a Smiley algunos capitulillos de este blog, porque me parece un testigo de excepción de un mundo en el que las instituciones tienden a descarrilar y son las personas privadas las que deben cargar a fin de cuentas, sobre sus hombros desprotegidos, el peso de los asuntos públicos. Ese drama decisivo suele tener como escenario los cuartos traseros de los grandes edificios de las oficinas del Estado, habitaciones oscuras sin ventanales que den a las avenidas concurridas. O los pisos francos, con solo el mobiliario imprescindible y sin ningún detalle personal; o ciertos reservados anónimos de algunas cervecerías ubicadas en calles secundarias. Lugares lejanos en cualquier caso de las miradas del público curioso.

Smiley lucha contra las maniobras de Karla, el as del espionaje soviético; pero lucha sobre todo contra los intentos de obstrucción de los “suyos”, los figurones colocados en los puestos de mayor visibilidad mediática, atentos siempre a sostener una “verdad” oficial que funciona como cortina de humo con la que ocultar otra verdad subterránea, la de la gente. La “gente” de Smiley, en más de un sentido.

La vida sentimental de Smiley fracasa porque determinadas estructuras extraen beneficios pingües de la infidelidad de su mujer. Su amor es también su punto débil, para un mundo deshumanizado. También Karla es humano, una persona con una familia a la que desea proteger por encima de todo, y eso anuda entre los dos un compañerismo oscuro. Karla lleva siempre como amuleto el encendedor de Smiley, un encendedor con una inscripción.

Las novelas de Le Carré empiezan siempre muy lejos del núcleo central de la narración. Un personaje episódico, un acontecimiento fortuito, una coincidencia extraña, algo que a una persona común, la portera de un inmueble parisino por ejemplo, le parece fuera de lugar. A partir de ahí la narración empieza a tirar de hilos, a recoger cabos sueltos, a retroceder en el tiempo para resucitar asuntos a los que en su momento se dio carpetazo administrativo. El resultado es una intrahistoria íntima, el reverso nudoso del tapiz coloreado y brillante de la realidad oficial, aquella en la que nadie se equivoca nunca.

Gloria a George Smiley, el héroe auténtico, el viejo topo de nuestra era de espionaje industrial y disimulo organizado. Gloria a John Le Carré. Nunca fue ni siquiera candidato in pectore para el Nobel de Literatura, pero disfrutará eternamente de la atención y la admiración de nosotros los seres humanos anónimos.