La actualidad
política me ha llevado a posponer la publicación en el blog de algunos contrapuntos
dedicados a cuestiones más etéreas. Como Bertolt Brecht, sin el menor ánimo de
compararme con él, conviven en mi corazón la alegría por la belleza del
almendro en flor y la ira contra el pintor de brocha gorda (Adolfo Hitler, si
alguien no ha cogido el mote, por el movimiento del brazo del Führer al
saludar). Pero es la indignación la que me mueve más a menudo.
Recojo aquí la
imagen de un vaso griego de figuras rojas, que representa un pasaje justamente
famoso de la Ilíada. Héctor pasa a
despedirse de su familia revestido de todas sus armas para la batalla. Su hijo
Astianacte, espantado por la aparición repentina de tanto bronce, corre a
refugiarse en el regazo de su madre. Entonces Héctor se despoja de casco y
coraza, y deja que su hijo juegue con las plumas coloridas del morrión.
(Un inciso. Si
recorren ustedes los versos de la Ilíada en
busca de sentimientos nobles, magnanimidad, altura de miras, amor conyugal,
piedad filial y devoción a los dioses, solo encontrarán tales cosas dentro del
alcázar de Troya. Homero procedía, según la tradición más probable, de la isla
de Quíos, en el Egeo oriental, muy cercana a la Tróade. Para esos pueblos
altamente civilizados, los dorios invasores eran poco más que bestias corrupias.
El Aquiles homérico es una máquina de matar, incluso sus amores son feroces, su
gran prisa es acabar con el mayor número posible de enemigos antes de que le
alcance su destino, que ya le ha sido profetizado. Los demás, los Áyax,
Diomedes, Ulises, Néstor, Idomeneo, no valen mucho más, y mientras ellos se
entregan a la matanza, en sus patrias lejanas sus esposas se refocilan con
amantes más jóvenes, aprovechando la ausencia del marido. La Ilíada es también la huella literaria
del trauma que hubo de suponer para las ciudades jónicas y la civilización
cretense la irrupción brutal de los dorios venidos del norte.)
¿De qué habla
Héctor con su esposa, mientras el niño juega? Esto es lo que le dice, en tono abiertamente
profético (Canto VI):
«… Mi corazón lo presiente; / día habrá de llegar en
que Ilión la sagrada perezca …
Mas no tanto me inquieta el futuro fatal de los
teucros, / ni la vida de Príamo el rey, ni aun la vida de Hécuba, / ni la de
mis hermanos que tantos y tan valerosos / en el polvo caerán a los golpes de
nuestro enemigo, / como tú, cuando algún hombre aqueo vestido de bronce / se te
lleve llorosa y de tu libertad se apodere.
Quizá en Argos habrás de tejer para otras telas, / quizá
vayas por agua a la fuente Mereida o Hiperea, / contrariada porque sobre ti
pesarán estrecheces.
Y quizá si llorar te ve alguno, dirá al ver tu
llanto: / “Fue mujer de Héctor, el más valiente de todos los teucros / domadores
de potros, luchando delante de Troya.”
De este modo hablarán y tendrás una pena profunda / por
perder a quien pudo librarte de tu servidumbre.»
La nota más
chocante que se desprende de este discurso es que la mujer de los tiempos
homéricos no vale nada por sí misma, sino solo en tanto en cuanto es la “mujer
de” alguien importante y capaz de protegerla de las infelicidades comunes a su
sexo. La honra que merece su persona es todo lo más una honra sobrevenida, al
modo como Stevens, en “Los restos del día” de Kazuo Ishiguro, cifraba su propia
excelencia en haber sido durante largos y cruciales años el mayordomo de
Darlington Hall, una mansión histórica.
La sensación se
acentúa cuando pasamos de Homero a Eurípides (Las troyanas, versos 645 ss), donde la Andrómaca capturada por los
aqueos vencedores reflexiona sobre su suerte y pone en la balanza de la fortuna
implacable su virtud femenina sin tacha:
«Todas cuantas virtudes mujeriles existen, con celo
en el hogar de Héctor las practiqué. Porque en casa solía quedarme, reprimiendo
mi afición a salir, en casos en que, sea ello o no censurable, mala fama trae
ya el hecho de que quieta la mujer no se esté.
No abrí jamás mis puertas a las sutiles pláticas femeninas,
contenta con tener junto a mí una buena maestra, que era mi propia mente. Y a
mi esposo una boca silenciosa ofrecía y un semblante tranquilo, sabiendo en
cada lance si era o no conveniente prevalecer sobre él.»
En el reparto del
botín de Troya, Andrómaca le correspondió a Neoptólemo, el hijo de Aquiles, también
llamado Pirro, y lo primero que hizo este fue arrancar a Astianacte de los brazos
de su madre y arrojarlo desde lo alto de la muralla, porque todo hijo varón de
Héctor era un peligro potencial para los aqueos. Después se llevó a Andrómaca a
su reino y a su palacio como una de sus esposas secundarias, y la sometió a
toda clase de vejaciones y esclavitudes, de las que malamente consiguieron
defenderla algunas divinidades femeninas propicias.
Le conté estas
cosas a Carmen el otro día, mientras paseábamos por el parque de Egáleo.
─Cuánto han
cambiado las cosas desde entonces ─dije yo. Y ella me contestó, furibunda de
pronto:
─Querrás decir qué poco han
cambiado.